BEATO TOMÁS PALLARÉS IBAÑEZ
13 de octubre
1934 d.C.
Oriundo de La Iglesuela del
Cid (Teruel), Tomás nace el 6 de marzo de 1890 y es bautizado al día
siguiente en la iglesia parroquial de dicha villa. Sus padres, Jenaro y Amparo,
de gran solera cristiana, procuraron darle una educación esmerada dentro
del hogar, mientras estuvo a su lado. Detrás de sus ojos vivarachos
ocultaba una inteligencia viva y despejada de la que sus padres estaban orgullosos
y alababan, sin reparo alguno, delante de todos los vecinos. A juzgar por
las calificaciones escolares que más tarde recibiría, sus padres
tenían razón para sentirse orgullosos de su hijo Tomás.
Cuando, de adolescente, pidió ir a la Escuela Apostólica que
los misioneros paúles tenían abierta en Teruel desde 1887, el
párroco no dudó en hacer llegar a los superiores excelentes
informes tanto de Tomás como de sus padres y familiares.
No extraña que le enviaran a estudiar al Colegio
Apostólico de Teruel, pues los misioneros paúles eran ya muy
conocidos en la diócesis por sus ministerios y además tenían
establecida una residencia en La Iglesuela, desde 1902, un año antes
de que Tomás fuera a Teruel; de la Casa-Misión de La Iglesuela
salían a predicar misiones populares por todo lo ancho y largo de la
diócesis de Teruel-Albarracín.
En la Apostólica de Teruel, Tomás estudia sólo
tres años de humanidades porque traía ya una excelente preparación
y no requería más cursos preparatorios para ingresar en el Seminario
Interno. Terminadas pues las humanidades, deja el pueblo en el que era querido
por su alegría juvenil, por su simpatía natural y por su ciencia
adquirida con el esfuerzo de cada día. Reafirmado en su decisión
de entrar en el Seminario Interno o tiempo de discernimiento vocacional,
se dirige a la Casa Central de Madrid, de los PP. Paúles. Tomás
tenía dieciséis años cumplidos.
“Ahí va el joven Tomás Pallarés Ibáñez”
Como era de obligación, el superior del Colegio de Teruel,
P. Teófilo de la Viuda, había enviado por adelantado al director
del Seminario Interno este sobrio informe que contiene más de lo que
dice a primera vista: “Ahí va el joven Tomás Pallarés
Ibáñez. Ha dado pruebas de buena inclinación, siguiendo
fielmente las prácticas acostumbradas de oración, frecuencia
de sacramentos y demás ejercicios piadosos”. Tras este lacónico
lenguaje, traducción fiel de la conducta de Tomás, se escondía
un alma grande que pronto se revelaría en todo su esplendor. El director
del Seminario no tardó en comprobar que el Consejo escolar de Teruel
no andaba equivocado, al emitir el informe antedicho.
Tomás fue declarado admitido en el Seminario Interno
el 8 de septiembre de 1906, por el director del Seminario P. Agapito Alcalde.
Esta fecha le quedará grabada para siempre en la memoria a Tomás
y la tendrá en cuenta, con acción de gracias al Señor
por haberle llamado a la Congregación. Como era de esperar, dado su
tesón, se aplicó con todas las fuerzas al conocimiento y compromiso
de su nuevo estilo de vida, acomodándose a las costumbres y maneras
de la comunidad vicenciana.
Al término de los dos años de seminario, el P.
Agapito Alcalde escribe este informe –más lacónico todavía
que el anterior que enviara el Consejo escolar de Teruel- al Visitador antes
de que éste convocara Consejo para conceder o denegar los votos: “De
buen talento y aplicación. Salud y conducta muy buenas”. El Visitador
P. Eladio Arnaiz se los concedió sin dudar lo más mínimo
y sin más requisitos. Siendo el mismo Visitador testigo, Tomás
emitió los votos el 9 de septiembre de 1908 en la Casa Central, de
Madrid, donde había pasado los dos años de Seminario, tratando
de empaparse de espiritualidad vicenciana; el espíritu de la comunidad,
explicado por San Vicente a los misioneros, le atraía fuertemente,
de ahí que testigos de su vida y martirio hicieran resaltar que “brillaba
en él, de modo especial, el espíritu de sencillez y humildad
en el trato con las personas y en su relación con Dios, amén
del celo apostólico por la salvación integral del pobre”.
Trasladado a la Casa de Hortaleza (Madrid), realiza los dos
primeros cursos de filosofía, porque el tercero lo haría en
su añorada Casa Central de Madrid, lo mismo que los cuatro cursos de
teología. Sus cortos trabajos de seminario de aquel entonces revelaban
ya la claridad de expresión y la agudeza intelectual que distinguían
a un buen estudiante; al conocimiento del dogma le acompañaba el de
Sagrada Escritura, cuyos textos traídos con oportunidad y acierto probaban
las tesis teológicas y escriturísticas que le iban encomendando
en el transcurso de la carrera. No fue un gran especialista ni en Dogma ni
en Sagrada Escritura, pero podría haberlo sido en el caso de que los
superiores le hubiesen enviado a alguna Universidad a sacar grado académico
y se hubiese dedicado a la investigación.
Constante y consecuente con su ideal cristiano y misionero,
aspira y trabaja por verse cada día mejor preparado para recibir las
Órdenes Sagradas, en particular el diaconado y presbiterado, que recibió,
respectivamente, el 29 de mayo de 1915, y el 29 de agosto del mismo año.
La Basílica de la Virgen de la Medalla Milagrosa, de Madrid, fue testigo
del gozo desbordado de toda la comunidad y de cada uno de los neo-presbíteros
de su curso. Fueron catorce los nuevos sacerdotes ordenados con el P. Tomás
Pallarés. A todos impuso las manos Mons. José Álvarez
Miranda. El P. Tomás Pallarés tenía 25 años cumplidos
y gozaba de envidiable salud corporal y espiritual y de excelente preparación
cultural humana y eclesiástica.
Disponible para ir y hacer lo que los superiores dispongan
Pocos misioneros recorrieron en el espacio de seis años,
1925-1930, tantas residencias y ensayaron tantos y tan variados ministerios
como el P. Pallarés: misiones populares, ejercicios a sacerdotes, seglares
e Hijas de la Caridad, dedicación a la formación y educación
en colegios y seminarios, amén de las horas empleadas en la dirección
espiritual que le convirtieron en un preclaro director de conciencia y en
modelo de trabajo incansable. Alguien le calificó de «homo universalis»
por sus conocimientos de todas las ciencias y por su habilidad en el desempeño
de los distintos oficios que desempeñó en las comunidades por
las que pasara.
Su primero y principal ministerio fueron las misiones populares,
predicadas durante ocho años seguidos en la isla de Tenerife, 1915-1923.
Testigos de aquellas predicaciones sencillas y ricas de doctrina ponen de
relieve el talento, claridad y precisión con que exponía la
Palabra de Dios, en forma de verdades eternas, y las obligaciones de todo
fiel cristiano. Su fecundo apostolado en la isla tinerfeña lo combinó
durante dos cursos con clases de latín a los bachilleres en el Colegio
de Enseñanza Media de los Hermanos de la Salle. A aquellos jóvenes
les hubiera gustado descubrir en su profesor algún fallo, pero fueron
incapaces de acusarle de algo censurable magisterial y espiritualmente. Con
seguridad ocultaría alguna limitación humana en sus métodos
pedagógicos y didácticos, e incluso espirituales, pero pasó
desapercibida a los ojos de los alumnos más críticos.
Vuelto a la Península en 1923, es destinado al Colegio
Apostólico de Guadalajara, Colegio Central de todos los aspirantes
a la Congregación de la Misión de la Provincia de Madrid. Cuatro
años le mantuvo pendiente de la misión formadora de aquellos
jóvenes, misión que vivía con entera ilusión,
combinándola con la atención de alguna capellanía. Los
aspectos material, espiritual y cultural de sus alumnos los cuidaba con mimo,
como parte integrante de la formación humana y vicenciana. También
aquí, agradecidos a la tarea educadora del P. Pallarés, sus
discípulos de Guadalajara no cesan de ponderar el talento, la pedagogía,
el sacrificio, la responsabilidad y el acierto de su maestro y guía
espiritual, que tanto recomendaba el amor a la Eucaristía y a la Santísima
Virgen, devociones que ponderarán en él sus dirigidos y declararán
como testigos de su fe.
Habían transcurrido cuatro años cuando le llegó
de nuevo, en 1927, un nuevo destino que dignificaría más
su persona y ministerio. Esta vez venía a la Casa Central de Madrid
como ayudante del Ecónomo Provincial, P. Eduardo Tabar, trabajo en
el que se mantuvo hasta 1930 con otros compromisos pastorales, como encargarse
de alguna capellanía y de confesar en distintas casas de Hijas de la
Caridad. Su competencia y entrega total a los compromisos llegó a
oídos del Superior General, P. Francisco Verdier (1919-1933), que le
nombró Secretario del Comisario Extraordinario, P. De las Heras, Superior
Provincial de México, para visitar las Provincias de los PP. Paúles
e Hijas de la Caridad de España.
El P. Pallarés acompañó y ayudó,
en efecto, al Delegado del Superior General en todas sus visitas canónicas
por el territorio nacional, dando muestras continuas de prudencia, talento,
paciencia, eficacia y bondad; jamás se entrometió en el oficio
del Comisario. Al terminar su misión, el Visitador de la Provincia
de Madrid le nombra su secretario y confidente, oficio que desempeña
con maestría durante el último año del mandato de su
paisano P. Joaquín Atienza, 1929-1930.
El nuevo Visitador, P. Adolfo Tobar (1930-1949), le destina
en 1930 al Seminario Diocesano de Oviedo, destino que recibe con espíritu
de obediencia y total disponibilidad. Puesto al servicio del seminario ovetense,
desempeña los cargos, primero de Mayordomo y luego de Director espiritual.
Señal de su interés por la vida espiritual de los seminaristas
es el pedido que hace a Madrid de las «Meditaciones Sacerdotales»
del P. Eugenio Escribano, buen conocedor del clero español. Como si
fuera poco el trabajo que hacía, la temporada de vacaciones veraniegas
la pasaba predicando ejercicios espirituales a las Hijas de la Caridad y seglares,
en distintas provincias españolas, dejando por todas partes el buen
olor de Cristo evangelizador. No termina aquí su admirable disponibilidad,
porque al comienzo del curso 1934 acepta el cargo de Vice-rector del Seminario
de Oviedo. Lo que menos se esperaba era que la «octubrada» marxista
de Asturias truncara su carrera, en 1934.
“A éstos, acabad con todos de un tiro”
Consta por numerosos testigos que en la tarde del 6 de octubre
de 1934, los comunistas revolucionarios rodearon el Seminario Diocesano Ovetense,
convirtiéndolo en punto de miras de un horrible tiroteo. Comenzaba
una semana trágica hasta el día 13, sábado. Los profesores
y alumnos que pudieron, se dieron a la fuga, pero la mayoría quedó
apresada y llevada a la Comisaría y posteriormente a una cárcel
improvisada, antiguo cuartelillo de la Guardia Civil, juntamente con otros
religiosos carmelitas y dominicos. El P. Pallarés había saltado
la tapia y caminó desorientado por las vías del tren, oyendo
tiros por todos los costados, hasta que fue sorprendido por la chusma revolucionaria
que vociferaba y daba gritos de venganza y muerte contra los curas y frailes
principalmente. Con él fue esposado y encarcelado el Hno. Salustiano
González. Ambos habían renunciado a un refugio en la casa del
hermano del P. Pallarés. Se lo agradecieron en el alma, pero continuaron
en el Seminario, pese a los peligros a que se exponían.
Después de tres días, todos los detenidos fueron
trasladados a otra cárcel, ocupando los presos -unos 70- una sola habitación,
abarrotada sobre todo de clérigos. Pernoctaban apelotonados, sentados
en el suelo o de pie, y vigilados día y noche por milicianos y milicianas,
fanáticas y armadas también ellas hasta los dientes, pidiendo
la muerte de aquellos inocentes que no habían cometido más
delito que haberse abrazado con el sacerdocio jerárquico, o haber
llevado vida de católicos coherentes con su fe y amor cristianos. No
siempre era posible que los encarcelados hablaran entre sí; sin embargo,
contando con el peligro que corrían, aprovechaban para confesarse disimuladamente,
según estaban sentados en la sala. Tras haberlos cacheado y robado
lo poco que poseían, se mofaban sarcásticamente dirigiéndose
a ellos: “Ustedes que son religiosos y profesan la perfección…, a
limpiar el retrete y a barrer…”
Intentaron fusilarlos allí mismo a todos, pero el jefe
de la prisión lo impidió y, para evitar el peligro de la matanza,
formaron un simulacro de juicio, que consistió en hacerlos pasar a
todos y a cada uno, preguntándoles por su condición, que de
sobra sabían cuál era. Soltaron a algunos seglares, aunque no
a los más comprometidos con la religión católica. Los
revolucionarios, ellos y ellas, pistola en mano, lanzaban amenazas, gritando
furiosos contra los sacerdotes y religiosos: “A éstos, acabad con todos
de un tiro”. Las pasiones de los excitados republicano-socialistas, que obedecían
instrucciones de arriba, con las miras puestas en una próxima guerra
civil, respiraban odio contra el clero, principales víctimas de la
revolución de octubre y de la persecución sanguinaria.
Como a los pistoleros les pareció cómoda la prisión
y además resultaba insuficiente, trasladaron sus rehenes a otra cárcel
en la que estuvieron encerrados tres días, sin comer ni beber -hasta
el día de su martirio-, salvo un poco de alimento por la mañana
del tercer día: algo de café y agua estancada en que se habían
lavado los mismos revolucionarios, bebida que incluso les quitaron al poco
tiempo. Actuaciones macabras con los presos se sucedían a diario, hechos
horrorosos que hoy nos parecen incomprensibles. El comportamiento, no obstante,
de los rehenes correspondía a personas que estaban persuadidas y esperanzadas
de que, de un momento a otro, les cercenarían la cabeza por ser quienes
eran, pero ellos gozaban recordando las promesas hechas por el mismo Cristo
a quienes les confesaran delante de los hombres.
Oviedo, “la ciudad mártir”
Tiembla la mano al escribir lo ocurrido el 13 de octubre en
la improvisaba cárcel: hubo dos explosiones planeadas por los mismos
marxistas. A las doce y media del mediodía, cuando vieron que las fuerzas
gubernamentales avanzaban por la estación, provocaron la primera explosión
con el fin de darles a ellos tiempo, para escapar, tras haber volado la escalera,
y preparar la segunda explosión que arrasaría todo el edificio.
Ante el avance de las tropas, los mismos furibundos anticlericales habían
intentado fusilar a todos los reclusos, de seis en seis, pero desistieron
por temor a represalias contra ellos.
Consecuencia de la primera explosión fue la destrucción
de la escalera del Seminario, cerrando toda salida. Tres paredes del aula-prisión
quedaron destruidas y una pared cayó encima de los reclusos. En situación
tan angustiosa, notaban los encarcelados que la muerte andaba cercana. Dos
toneladas de dinamita, colocadas en el piso bajo, podían estallar de
un momento a otro. Los guardias de asalto perdieron el control y ordenaron:
“Cada uno que salga como pueda”.
Unos subieron a los tejados próximos, más bajos
que el tercer piso del seminario; otros comenzaron a gatear por las construcciones
no terminadas del proyectado nuevo Instituto. La mayor parte rompió
el pavimento que era de madera, abrieron un boquete y, levantando algunas
maderas, hicieron cuerdas con mantas y por ellas deslizaban sus cuerpos, hasta
el segundo piso del edificio. Llegados a éste, se agarraban y gateaban
por las nuevas construcciones del Instituto hasta llegar al suelo. Todo el
edificio y la tapia de la finca estaban rodeados de piquetes que, fusil en
mano, aguardaban a cuantos asomaban la cabeza, para disparar contra ellos
y matarlos en el acto.
Al deslizarse por las cuerdas el P. Pallarés, una ráfaga
de balas le alcanzó la cabeza; se desprendió de la cuerda y
cayó desplomado en el segundo piso, donde expiró al instante.
Era el mediodía del 13 de octubre -sábado- de 1934. Un poste
de hierro de los cables del tranvía, lanzado por la segunda explosión,
cayó encima del cuerpo del P. Pallarés, quedando sepultado por
el mismo poste de hierro.
Testigos presenciales pudieron reconocer su cadáver,
que luego despareció, sin que se supiera más de él. Su
valiente testimonio de Cristo permaneció imborrable en la memoria de
cuantos le habían tratado y habían presenciado su muerte a
la hora de confesar la fe en Cristo ante los pretendidos exterminadores de
la religión.
Oviedo quedó bautizada con sangre y le pusieron de nombre
«la ciudad mártir». Era el preludio de la guerra civil
española, 1936-1939, si no formaba ya parte del primer capítulo
de la guerra. Sacerdotes y religiosos, seminaristas y laicos comprometidos
con la Iglesia dieron un testimonio admirable de adhesión a Jesucristo.
Fueron incendiadas gran número de iglesias y conventos y destruidos
con dinamita la Universidad, el Seminario, la Cámara Santa de la Catedral,
de inapreciable valor artístico. Esta última obra de arte fue
reducida a escombros por el bombardeo de unos desenfrenados que atacaban a
la Guardia Civil escondida en la Catedral.