Grupo
de 119 mártires que en Seleucia y otras ciudades de Persia,
gobernadas
por el rey Shapor II, fueron martirizadas a fuego lento por negarse a
adorar el fuego y a renegar de Cristo.
Entre
ellos, había nueve vírgenes consagradas a Dios; el resto
eran
sacerdotes, diáconos y monjes. Como todos se negasen a adorar al
sol,
fueron encarcelados durante seis meses en sucias prisiones. Una rica y
piadosa mujer, llamada Yaznadocta les ayudó, enviándoles
alimentos. A
lo que parece, Yaznadocta se las arregló para averiguar la fecha
en que
los mártires iban a ser juzgados. La víspera,
organizó un banquete en
su honor, fue a visitarles en la prisión y regaló a cada
uno un vestido
de fiesta. A la mañana siguiente, volvió muy temprano y
les anunció que
iban a comparecer ante el juez y que aún tenían tiempo de
implorar la
gracia de Dios para tener el valor de dar su sangre por tan gloriosa
causa. Yaznadocta añadió: «En cuanto a mí,
os ruego que pidáis a Dios
que tenga yo la dicha de volver a encontraros ante su trono
celestial».
El
juez prometió nuevamente la libertad a los mártires, con
tal de que
adorasen al sol, pero ellos respondieron que los vestidos de fiestas
que llevaban eran la mejor prueba de que estaban dispuestos a dar la
vida por su Maestro. El juez les condenó a ser decapitados. Esa
misma
noche, Yaznadocta consiguió recuperar los cadáveres y los
quemó para
evitar que fuesen profanados. El ciclo de las actas de los
mártires de
Adiabene, al que este relato pertenece, no siempre es fidedigno.