SANTA LIOBA DE ALEMANIA
779 d.C.
28 de septiembre
Nació en Wessex, su madre, Ebba, estaba emparentada con san
Bonifacio. Desde niña, Lioba quedó internada en el
monasterio de Wimborne, en el Dorsetshire, al cuidado de la abadesa,
santa Tetta. A la muchacha se la había bautizado con el nombre
de Thruthgeba, que fue transformado por las gentes que la trataban en
Liobgetha (Leofgyth) y abreviado luego a Lioba. Cuando llegó a
la mayoría de edad, Lioba decidió permanecer en el
monasterio, hizo su profesión y progresó
rápidamente en virtud y saber. Su inocencia y su buen sentido
servían de ejemplo aun a las monjas de mayor edad y experiencia.
Su deleite lo encontraba en la lectura y las devociones.
San Bonifacio mantuvo una larga correspondencia con las
monjas de Wimborne, hasta el año de 748, cuando escribió
a la abadesa santa Tetta para rogarle que le enviase a Lioba, junto con
otras compañeras, para establecer algunos monasterios y centros
de religión para mujeres en la naciente Iglesia de Alemania. En
seguida respondió la abadesa a la solicitud y envió a las
tierras de herejes unas treinta monjas, entre las que figuraban Lioba,
santa Tecla y santa Walburga. Todas se reunieron con san Bonifacio en
Mainz y éste puso a Lioba al frente de la comunidad y la
instaló en un monasterio que fue llamado Bischofsheim. Bajo la
dirección de Lioba, el convento se pobló
rápidamente y de él salieron las monjas para ocupar otras
casas que la propia Lioba fundó en Alemania.
Un monje de Fulda, llamado Rodolfo, quien escribió
un relato sobre la vida de la santa antes de que hubiesen transcurrido
sesenta años desde su muerte, según los testimonios de
cuatro de las monjas de su convento, afirma que todas las casas de
religiosas en aquella parte de Alemania, solicitaban una monja de
Bischofsheim para que las guiase. La propia Lioba, entregada totalmente
a su trabajo, parecía haberse olvidado de Wessex y de sus
gentes. Su belleza era notable: tenía el rostro "como el de un
ángel", siempre plácido y sonriente, aunque rara vez se
la oía reír. Nadie la vio jamás de mal humor, ni
la oyó decir una palabra dura; su paciencia y su inteligencia
eran tan amplias como su bondad. Se dice que la copa en que
bebía era la más pequeña de todas y ese dato nos
da la pauta para afirmar que se entregaba a ayunos y austeridades, en
una comunidad sujeta a las reglas de San Benito, donde no se
comía más que dos veces diarias. Todas las monjas
practicaban los trabajos manuales, ya fuera en la cocina, el comedor,
el huerto o los quehaceres domésticos y, al mismo tiempo,
recibían lo que ahora se llamaría una "educación
superior"; todas aprendían latín, y el salón
destinado a la escritura estaba siempre ocupado. Lioba no toleraba las
penitencias excesivas, como privarse del sueño, e
insistía en que todas descansasen al medio día, como lo
mandaba la regla. Ella misma se recostaba durante aquel período,
mientras alguna de las novicias le leía un pasaje de la Biblia
y, si acaso parecía que la madre abadesa se había dormido
y la lectora descuidaba un tanto su tarea, no pasaba un instante sin
que Lioba abriese los ojos y la boca para corregirla. Tras el descanso,
Lioba dedicaba dos horas para charlas con cualquiera de las hermanas
que quisiese hablar con ella. Todas estas actividades estaban al margen
del deber principal de la oración pública, la
adoración a Dios y la asistencia a los sacerdotes que trabajaban
en la misión junto con ellas. La fama de santa Lioba se
había extendido por todas partes; los vecinos acudían a
ella cuando les amenazaba el peligro de incendio, la tempestad o la
enfermedad, y los hombres responsables en los asuntos de la Iglesia y
del Estado le pedían consejo.
En el año de 754, antes de que san Bonifacio
emprendiese su viaje misionero a Frieslandia, recibió una
conmovedora despedida por parte de Lioba, a quien recomendó
encarecidamente a san Lulo, el monje de Malmesbury que fue su sucesor
en la sede episcopal, lo mismo que a todos sus monjes de Fulda,
mandándoles que cuidaran de ella con todo respeto y honor. En
aquella ocasión, san Bonifacio manifestó su deseo de que,
cuando Lioba muriese, fuera enterrada en su tumba, de manera que sus
cuerpos aguardasen juntos la resurrección y se levantasen juntos
para ir al encuentro del Señor y estar así eternamente
unidos en el reino de Su amor. Después del martirio de
Bonifacio, Lioba visitaba con mucha frecuencia su tumba en la
abadía de Fulda y, por dispensa especial, se le permitió
algunas veces entrar en la abadía para asistir a ceremonias y
conferencias en honor de su santo pariente. Cuando Lioba era ya muy
anciana, después de haber gobernado a Bischofsheim durante
veintiocho años, hizo visitas de inspección a todos los
conventos que estaban a su cuidado renunció a su cargo de
abadesa y fue a residir al monasterio de Schónersheim a seis
kilómetros de Mainz. Su amiga, la beata Hildegarda, esposa de
Carlomagno, la invitó con tanta insistencia a la corte de
Aachen, que no pudo negarse a ir, pero su estadía fue breve,
porque insistió, a su vez, en regresar a su soledad. Al
despedirse de la reina con muchos abrazos y besos, le dijo:
"¡Adiós parte preciosa de mi alma! Cristo, nuestro Creador
y Redentor, quiera otorgarnos la gracia de volver a vernos, sin peligro
de confundir los rostros, en el claro día del juicio final,
porque en esta vida no volveremos a mirarnos". Así fue, porque
Lioba murió pocos días después de haber regresado
de la corte y fue sepultada en la iglesia de la abadía de Fulda,
no en la misma tumba de san Bonifacio, porque los monjes temían
perturbar sus reliquias, pero junto a ella, en el lado norte del altar
mayor.
El afecto que la ligaba a Bonifacio, constituye uno de los episodios
más fascinantes de la historia de la Iglesia. Los convertidos
por ella fueron determinantes en la evangelización de Alemania.