SANTA EDUWIGES
1243 d.C.
16 de octubre
Santa Eduwigis
fue hija del príncipe Bertoldo, duque de Carintia,
marqués de Moravia, conde de Tirol; y de Inés, hija de
Rotlech, marqués del Sacro Imperio. Tuvo cuatro hermanos y tres
hermanas: Inés que fue la mayor, casó con Felipe Augusto,
rey de Francia; la segunda con Andrés, rey de Hungría, y
fue madre de Santa Isabel; la tercera se consagró a Dios en
religión, y fue abadesa de Lutzing en Franconia. Nació
Eduwigis hacia el fin del siglo XII, habiéndola dotado Dios de
tan dichoso natural y de tal conjunto de prendas, que no parecía
posible princesa más cabal. Desde la misma niñez
manifestó un juicio muy maduro, tan inclinada a la virtud desde
la cuna, que parecía haber nacido ya cristiana. Siendo
aún niña, dispusieron sus padres que entrase en el
monasterio de Benedictinas de Lutzing para su mejor educación;
pero las monjas encontraron en ella más asunto de
admiración que necesidad de cultivo ni materia de
enseñanza. Todas las delicias de la santa niña eran pasar
largos ratos en la iglesia o estar de rodillas delante de una imagen de
la Santísima Virgen; y aunque muy inclinada a la lectura, no
hallaba gusto en otra cosa que la de libros espirituales y devotos.
Nunca la deslumbró el esplendor ni la grandeza de
su casa; y a poderse excusar de obedecer a los príncipes sus
padres, jamás hubiera abrazado otro estado que el religioso,
donde sería la más humilde de las esposas de Jesucristo.
Pero la Providencia de Dios tenía destinada a Eduwigis para
modelo de perfección en el santo matrimonio. Contaba sólo
con doce años cuando la casaron con el príncipe Enrique,
duque de Silesia y de Polonia: con el nuevo estado descubrió
nuevas virtudes. Luego que se dejó ver en la corte, se
declaró por la piedad, y lejos de contemporizar con el
espíritu del mundo, que tanto en aquellas, jamás
reconoció otras obligaciones que las que autoriza la
Religión, ni otro mérito que el que se funda en la
verdadera virtud.
Su primer estudio fue comprender el genio y las
inclinaciones del Duque su marido, para dedicarse a servirle y
complacerle. Lo logró tan perfectamente, que ganándole el
corazón para sí, se lo ganó para Dios; y
aprovechándose del amor que el Duque le profesaba,
consiguió hacerle uno de los más cristianos y más
virtuosos príncipes de Alemania. Juzgó, y juzgó
con acierto la Princesa, que el medio más eficaz para encontrar
la propia salvación era cuidar con el mayor desvelo de la
cristiana educación de sus hijos, considerando ésta una
de las primeras obligaciones de su estado. Le concedió el cielo
tres hijos y tres hijas: los primeros fueron Enrique, Boleslao y
Conrado; las segundas Inés, Sofía y Gertrudis. Mientras
estaba encinta una de sus devociones, consintiéndolo su marido,
era vivir en continencia todos los nueve meses, pasando aquel tiempo en
cierta especie de retiro. Tenía distribuidas las horas del
día en la oración, en devociones particulares, en leer
libros devotos y en ejercitar obras de misericordia; siendo una de sus
máximas que a la mayor elevación del nacimiento
correspondía mayor elevación de las virtudes, y que las
personas que más descollaban sobre las otras estaban más
obligadas a la eficaz persuasión del buen ejemplo.
Habiéndose encargado ella misma de criar a sus
hijos en las máximas más puras de la Religión y de
la virtud, tuvo el consuelo de verlos a todos tan señalados por
su ejemplar piedad, como por las demás grandes y
nobilísmas prendas que los hicieron muy ilustres en todas las
cortes de Europa. Enrique su primogénito, y heredero de los
Estados del Duque su padre, lo fue también de su virtud; tanto,
que se mereció el renombre de Piadoso. No dedicó menos
cuidado la virtuosa Princesa a arreglar toda su familia y casa ducal;
demas de honor, criadas y criados inferiores, todos vivían con
regla, todo olía a virtud, y todo publicaba por cierto aire de
religión y de modestia la eminente santidad de la señora
a quien servían.
No podía verse sin admiración que una
princesa joven, adornada de todas las bellas prensas, en medio de una
corte tan pomposa, como lucida, adorada de un esposo magnífico y
poderoso, estimada, respetada y aplaudida de todo el mundo, en lo
más florido de su edad, viviese más como religiosa que
como soberana, pasando los días en retiro y en ejercicios de
austeridad y de penitencia. Pero lo más asombroso fue que
después de tener el sexto hijo supo persuadir al Duque su marido
a que pasasen el resto de su vida en perfecta continencia; y los dos
esposos hicieron secretamente este voto en manos de su Obispo. Desde
aquél día el Duque como la Duquesa hicieron portentosos
progresos por el camino de la perfección. Sintió Eduwigis
inflamado su corazón con un nuevo incendio del divino amor; de
manera que ya todas sus ansias, todos sus suspiros eran por el Cielo,
no considerándose ya sino como madre de los huérfanos, de
las viudas y de los pobres. Todos los días sustentaba un gran
número de ellos en su palacio, y muchos comían a su mesa,
sirviéndoles ella misma la comida; de suerte que ya era dicho
común en la corte, que la Duquesa solo se divertía
visitando a los pobres enfermos en los hospitales. Persuadió al
Duque su marido que fundase a corta distancia de Breslau, capital de la
Silesia, donde residían los dos, el grande y célebre
monasterio de Trebnitz, que la Santa Duquesa entregó a las
religiosas del Cister. Dotóle el Duque ricamente; pero Eduwigis
aumentó tanto sus rentas, que alcanzaban para mantener a unas
mil personas. Eran recibidas en él todas las viudas y todas las
doncellas que se querían consagrar a Dios. Al principio se
contaban en la comunidad muchos centenares de monjas, a cuyo frente
estaba la princesa Gertrudis, hija de nuestra Santa; y muy en breve
aquel famoso monasterio fue escuela de perfección y asilo de la
inocencia. Además de esto, hizo Santa Eduwigis que se educasen
en él muchas señoritas pobres y huérfanas, con
otras muchas doncellas de inferior esfera, dando el hábito a
unas, casando a otras, y proporcionando a todas medios muy oportunos
para su salvación.
Nunca había gustado de galas; pero después
que hizo el voto de continencia, se vistió más
llanamente; de manera, que ninguna mujer anduvo jamás vestida
con mayor honestidad y modestia. Su ejemplo reformó muy en breve
la vana profanidad de las señoras de la corte, como la ejemplar
virtud del Duque corrigió las costumbres y la conducta de los
cortesanos. Pasaba Eduwigis lo más del tiempo dentro del
monasterio de Trebnitz en compañía de las religiosas, con
que sin mucha dificultad pudo conseguir el beneplácito de su
marido para tomar también el hábito, aunque sin hacer los
votos: bien que observaba todas sus reglas con más exactitud que
las mismas religiosas. En nada quiso admitir la más leve
distinción. Abatíase a los más humildes oficios,
diciendo a las monjas: "Vosotras sois esposas de Jesucristo, yo no soy
más que una de vuestras criadas; con que de obligación me
tocan estos menesteres". En virtud de este dictamen tomaba siempre el
ínfimo lugar en el coro, en el refectorio y en todos los
demás actos de comunidad; usando únicamente en esto del
derecho que le daba el título de fundadora; ni jamás fue
posible rendir su humildad a que admitiese otras preeminencias.
El tierno amor que profesaba a Cristo crucificado la
inspiraba un deseo tan encendido de padecer mucho por su amor, que
costó trabajo a sus directores poner algunos límites al
rigor de sus penitencias. Siendo joven y de flaca complexión,
maceraba tanto su carne, que rayaba a exceso. Ayunaba todos los
días a excepción de los domingos y fiestas principales
del año, y se prohibió absolutamente toda comida de
carne. En una grave enfermedad el legado de la Silla Apostólica
en Polonia la mandó que usase todo género de alimentos:
obedeció, pero aseguró después que esta delicadeza
había ejercitado más su paciencia que toda su dolorosa
enfermedad. Los domingos, martes y jueves comia pescado y leche. Los
lunes y sábados solamente legumbres; y los miércoles y
viernes ayunaba a pan y agua. Ni de día ni de noche se desnudaba
un áspero cilicio que le rodeaba la cintura, y estaba todo
teñido de sangre cuajada. Andaba con los pies descalzos por la
nieve y por el hielo, cuyo rigor abriéndoselos en grietas,
descubría los sitios por donde pasaba, dejando en ellos
ensangrentadas las huellas. La cama de respeto era correspondiente a su
alta representación; pero era de respeto y nada más,
porque ella no usaba de otra que de unos humildes sarmientos. Eran
excesivas sus vigilias; apenas descansaba dos o tres horas, y
levantándose a Maitines, pasaba lo restante de la noche en
oración y en otras devociones, las que interrumpía para
mortificarse con sangrientas disciplinas, de cuya fervorosa crueldad
daban testimonio las paredes salpicadas de su sangre. Si sus
indisposiciones la precisaban a mitigar algo estos rigores,
admitía por cama un brazado de paja cubierta con una gruesa
manta. Extenuóse tanto su cuerpo con una vida tan penitente, que
parecía un esqueleto animado. Todas las mañanas
oía cuantas Misas se celebraban en la iglesia del Monasterio,
con tanta devoción, que la inspiraba aún a los más
indevotos: comulgaba con mucha frecuencia, y sentía en la
Comunión aquellos dulcísimos consuelos con que regala el
Señor a las almas fervorosas y mortificadas. Pero no hay virtud
sobresaliente sin pesadas cruces, no hay Santo sin grandes pruebas.
Conrado, duque de kirne o de Cirna, entró en las
tierras del duque de Polonia Enrique, marido de nuestra Santa:
dióse la batalla, y en ella quedó éste herido y
prisionero. Sintió vivamente Eduwigis este degraciado suceso;
pero sin que por eso se alterase su tranquilidad, contentándose
con decir a los que trajeron tan melancólica noticia, que
esperaba en Dios ver muy presto al Duque restituido a su libertad y
sano de sus heridas. Pero resistiéndose Conrado a poner en
libertad al Duque, sin embargo de las razonables condiciones que se le
propusieron, se vio precisado el joven Enrique, primogénito de
la Santa, y heredero de los Estados, a levantar un poderoso
ejército, para que hiciese la fuerza lo que no habñia
podido la negociación.
Horrorizada la piadosísima Duquesa de la sangre que
se había de derramar, se determinó a pasar ella misma a
la corte de Conrado a exponer su persona para salvar a los
demás. Apenas la vio en su presencia el duque de Kirne, cuando
apoderado de respetuoso terror, y olvidado de aquella fiereza con que
se había mostrado inflexible, concedió a la Princesa todo
cuanto le pidió, se ajustó la paz, y puso en libertad al
Duque de Polonia. Murió este virtuoso Duque poco tiempo
después, y todos admiraron la constancia y la superior virtud de
la Duquesa. Vióle expirar con ojos enjutos; y como las
religiosas de Trebnitz mostrasen su excesivo dolor, explicándole
en copiosas lágrimas, las dijo con una santa entereza: "Todos
debemos recibir con humilde rendimiento, en vida y en muerte, las
amorosas disposiciones de la Divina Providencia".
Tres años después quiso el Señor
ejercitar la heróica constancia de Eduwigis con otra prueba no
menos dolorosa en la muerte del Duque Enrique el Piadoso, su hijo
primogénito, que murió en una acción contra los
tártaros. Llególa al alma esta pérdida, pero la
llevó con tanta resignación y serenidad, que tuvo pocos
ejemplares, acreditando lo muerta que estaba a todos los movimientos de
la carne y sangre. No obstante el grande estudio que ponía en
ocultar las extraordinarias gracias con que el Señor le
favorecía y los celestiales consuelos con que la inundaba en la
oración, no podían menos de dar a entender estos divinos
favores sus dulces lágrimas, sus tiernos suspiros y sus amorosos
ímpetus. Ni podía reprimir las lágrimas cuando se
hablaba de Dios, ni otros podían reprimir las suyas cuando la
oían hablar del amor de Jesucristo. Sólo con oír
pronunciar el dulce nombre de María se bañaba de gozo su
semblante. Dios la favoreció con el don de milagros y de
profecía, pronosticando el día de su muerte mucho tiempo
antes de su última enfermedad; y aunque toda su vida fue una
continua preparación para aquella postrera hora, redobló
su fervor cuando vio que se iba acercando.
Mientras duró la enfermedad de que murió, le
manifestó el Señor muchas cosas que jamás
había aprendido ni oído a persona humana. Quiso recibir
los Sacramentos cuando parecía que ya estaba buena; pero presto
conocieron todos que estaba bien informada de la hora de su
uerte, pues poco después de haberlos recibido pasó
tranquilamente al descanso del Señor el día 15 de octubre
del año 1243, habiendo vivido con cierta especie de milagro
continuado cuarenta años enteros entregada a
penitentísimos rigores.
Fue enterrado su cuerpo en la iglesia del monasterio de
Trebnitz con la pompa debida a tan santa como respetable princesa; y
muy luego comenzó a hacerse glorioso su sepulcro por sus
milagros. Trabajóse sin cesar en los procesos de su
canonización, que se celebró el día 15 de octubre
del año 1267, 24 años después de su muerte, por el
Papa Clemente IV; y aún se asegura que cuando el Papa estaba
celebrando la Misa para canonizarla, suplicó humildemente a Dios
que se dignase dar vista a cierta doncella ciega en testimonio de la
santidad de Eduwigis, y que en el mismo punto cobró su vista la
venturosa docella. El año siguiente, el 17 de agosto, el santo
cuerpo fue elevado de la tierra, exhalando una suavísima
fragancia, que llenó de admiración y de consuelo a todos
los circunstantes. Se encontraron consumidas todas sus carnes, a
excepción de tres dedos de la mano izquierda, en que
tenía asida una imagen de la Santísima Virgen, que toda
la vida había llevado consigo. Murió con ella en las
manos, y la apretó con los tres dedos tan fuertemente, que no
pudiéndosela arrancar, la enterraron también con ella.