Caterina
Tomás i Gallard nació en Valldemosa, Mallorca, en el seno
de una
payeses acomodados; al quedar huérfana a los siete años
fue recogida
por unos tíos suyos, poco amables y de escasa religiosidad.
Catalina
fue a vivir en la finca de Son Gallart, cerca del pueblo, haciendo de
criadita y de pastora. La niña sufrió en silencio. Se
refugió en la
oración y puso en Dios toda su confianza. Se sintió
llamada a la vida
del claustro. No se atrevió a decirlo a sus tíos. Se
marchó de casa a
escondidas. Acudió a un ermitaño, el padre Antonio
Castañeda, éste la
animó, pero no tenía dote. De momento nada se
podía hacer. Volvió a
casa y los desprecios e insultos aumentaron, solamente contó con
la
ayuda y comprensión de su hermana Aina. Catalina se
abrazó a la cruz.
Consagró
su virginidad ante un altar de María que ella misma había
alzado en un
árbol del valle de Valldemossa. Pero el padre Castañeda
no se olvidó de
Catalina, habló con sus tíos y los convenció.
Catalina se trasladó a
Palma para trabajar de sirvienta con el propósito de hacerse
religiosa,
pero al no tener dote ni instrucción, ninguna de las comunidades
de la
ciudad quiso aceptarla. La familia Fortesa-Tagamanent, fue la quien la
acogió y la enseñaron a leer y a escribir para que
pudiera ingresar en
el convento.
Por
fin se allanaron todas las dificultades, tres conventos estuvieron
dispuestos a admitirla, y ella eligió el de Santa María
Magdalena, de
monjas canonesas agustinas, en el cual tomó el velo en 1553.
También
allí vivió para servir -nunca pasó de enfermera y
ayudante de tornera-,
entre éxtasis, visiones y gracias espectaculares que
hacían que sus
paisanos acudiesen a ella para pedir sus consejos y encomendarse a sus
oraciones, la llaman "la secretaria del Altísimo". El obispo
aragonés
Diego de Arnedo, alma de la reforma tridentina, que hizo salir a la
iglesia mallorquina de la dejadez de la Edad Media e iniciar una edad
de oro, que llegaría hasta finales del siglo XVII. El obispo
visitó a
sor Catalina con frecuencia y le pidió consejo. La humilde monja
contribuyó decisivamente a la reforma conciliar. Nada de eso
cambió su
actitud de obediencia y humildad que vivió en grado heroico, y
que a
menudo se complacía en rasgos extravagantemente infantiles para
que la
tomaran por tonta. La nombraron priora, pero renunció el mismo
día, por
su propia humildad. Las vocaciones en el monasterio aumentaron
considerablemente gracias a su ejemplo. Murió a los 43
años como
heroína a la fidelidad a Dios, a la caridad y a la
oración. Fue canonizada
por Pío XI el 22 de junio de 1930.