SAN SERAFÍN DE
MONTEGRANARO
1604 d.C.
12 de octubre
Se llamaba
Félix. Nació en Montegranaro, en las Marcas, hijo de
Jerónimo Rapagnano y Teodora Giovannuzzi, de humilde
condición pero fervorosos cristianos. A causa de la pobreza
familiar trabajó cierto tiempo en calidad de mozo en casa de un
campesino para cuidar el rebaño, en la soledad de los campos
supo aprender a leer, siendo analfabeto, en el gran libro de la
naturaleza y elevar su alma a Dios. Con la muerte de sus padres,
sufrió un tratamiento duro y cruel por parte de su hermano mayor.
A los 18 años tocó a la puerta del convento
de Tolentino. Después de algunas dificultades, fue aceptado como
religioso no clérigo en la Orden de los Hermanos Menores
Capuchinos, hizo el noviciado en Jesi. Peregrinó, puede decirse
que por todos los conventos de las Marcas, porque, a pesar de su buena
voluntad y su máxima diligencia que ponía en el
cumplimiento de los oficios que le encomendaban, no lograba satisfacer
ni a superiores ni a cohermanos, que no le ahorraban reproches y
castigos, pero él siempre mostró gran bondad, pobreza,
humildad, pureza y mortificación. En los oficios que
ejercitó de portero y limosnero, en contacto con las más
variadas personas, sabía encontrar palabras oportunas y una
exquisita delicadeza de sentimientos para conducir las almas a Dios.
Amó la naturaleza, que le hablaba al
corazón y lo elevaba a Dios. Desde 1590 Serafín
permaneció en Ascoli Piceno. La ciudad se aficionó de tal
manera a él, que en 1602, al difundirse la noticia de un
traslado suyo, las autoridades escribieron a los superiores para
evitarlo. Verdadero mensajero de paz y de bien, ejercía un
influjo grandísimo entre todos los estratos sociales y su
palabra lograba componer situaciones alarmantes, apagar odios
inveterados, enfervorizar para las virtudes, mitigar las costumbres,
logrando una eficaz reforma en el espíritu del concilio de
Trento.
Oración, humildad, penitencia, trabajo y
paciencia, mucha paciencia porque los reproches siempre eran abundantes
para él. Y Dios se encargó de ayudarlo supliendo sus
capacidades, en la cocina, en la portería, en el huerto, en la
limosna, con milagros, intuición de corazones, el don de saber
consolar a todos en forma inimitable. Por su parte siempre
permaneció contento de amar a Dios, conociendo y estudiando
sólo dos libros: el crucifijo y la corona del rosario.
Él, que no había leído nunca un libro, leía
en las conciencias. Quien sólo servía para plantar coles
en el jardín, explicaba el Evangelio como si el Espíritu
Santo hubiese venido a comentárselo. Aunque favorecido por
tantas gracias extraordinarias, fue probado durante largos años
con desconsuelos interiores que cesaron en la recta final de su vida.
Tenía 64 años y ya la fama de su santidad
se difundía por Ascoli, cuando él mismo pidió con
insistencia el viático, pero nadie creía en su
próximo fin. Después que expiró, simple
también en la muerte, la voz del pueblo que lo llamaba santo,
llegó hasta los oídos del Papa Pablo V, el cual
autorizó que se encendiera una lámpara sobre su tumba.
Fue canonizado por Clemente XIII el 16 de julio de 1767.