SAN PEDRO DEL BARCO
1 de noviembre
Siglo XI d.C.



   San Pedro, cuyo sobrenombre de Barco tomó de un pueblo llamado así en el Obispado de Ávila, cerca del cual ejerció en las prodigiosas obras que recomendaron su eminente virtud, nació en la villa de Tormillas de la misma diócesis, de una familia humilde, pero ilustre por su singular piedad. Criáronle sus padres según el espíritu de la ley santa de Dios, enseñándole con sus saludables consejos y con sus ejemplos a que acreditase el carácter cristiano; e impresas en su tierno corazón las piadosas máximas de nuestra santa fe, aborreció desde su infancia aquellas vanas solicitudes y aquellas perversas costumbres que por lo regular adoptan los jóvenes, dando en lo más florido de su edad ajemplo de modestia, de humildad y de piedad a todos los de su patria, y portándose siempre con aquel candor y con aquella santa sinceridad que el Señor inspira a las almas inocentes. Esparcióse la fama de la eminente virtud de Pedro por todos los pueblos de la comarca; pero aún cuando ésta se hallaba aprobada por los varones más prudentes, con todo no faltaron libertinos que, viendo su total distracción de los concursos del mundo y devota sencillez, le tuvieron por simple y por mentecato, llegando su temeridad a burlarse públicamente del cándido joven.

   Murieron los padres de Pedro, y como sus deseos no eran otros que separarse de los peligros del siglo, para atender únicamente al importante negocio de su eterna salvación se retiró a una selva cerca del Barco, pueblo del Obispado de Ávila, donde labró una humilde casa con ánimo de dedicarse todo a Dios, ocupándose en la oración y en la contemplación de las grandezas divinas y de las verdades eternas. Vivió algún tiempo con aquel tenor de vida más angélica que humana, y habiéndole ocurrido el pensamiento de desmontar una selva llena de robustos árboles y de espesas malezas, lo puso en ejecución, así para evitar el ocio en los ratos de descanso, como para que el terreno fuese útil a los naturales de aquel país. Logró el fin deseado a expensas de infatigables tareas; pero no por eso dejó la práctica de sus santos ejercicios, y con especialidad el de la contemplación, que era el fuerte de todas sus atenciones; disfrutando por su intima comunicación con Dios aquellos dulces consuelos que dispensa e Señor a las almas abrasadas en las llamas del amor divino.

   Conservaba Pedro en el pueblo de su nacimiento la casa que heredó de sus padres, la que hasta hoy permanece, según refiere la tradición de los antiguos, y queriendo Dios conservarla por los méritos de su fidelísimo siervo, lo acreditó con el siguiente prodigio: tenía llena de lino una pieza de la misma casa el inquilino que la habitaba, y habiéndole prendido fuego una criada movida del odio que profesaba a su dueño, aunque comenzó a arder el lino con la mayor actividad, no causó el más leve daño en aquella materia tan fácil de combustión.

   Seguía el siervo de Dios alternando con sus santos ejercicios y con el desmonte de la selva, y encendido como otro Pablo en vivísimos deseos de disolverse de los vínculos carnales, para unirse con el soberano objeto que era el imán atractivo de todas sus atenciones, pidió al Señor con fervorosas oraciones que le concediese esta dicha; y habiendo sido oídas sus reverentes súplicas, le reveló Dios que le sacaría del destierro de esta vida mortal, cuando produjese vino la fuente cristalina que manaba cerca de la casilla que tenía en la selva, con la que regaba los arbolillos nuevos que plantó. Esperaba Pedro el cumplimiento del celestial aviso, y habiendo enviado a un criado, que siempre tuvo en su compañía, a que le trajese agua de la fuente, notó al tiempo de beberla, que era un generoso vino. Conoció el Santo la significación de este misterio; pero queriendo certificarse más, vertió el agua del cántaro, y volvió a enviar al criado a la misma fuente, siguiéndole para ver si con efecto cogía agua de ella. Violó así, y probándola segunda vez experimentó igual sabor de vino que en la primera. No le quedó duda entonces de que se acercaba la hora de su muerte, según el anuncio que tuvo en la revelación, y retirándose al pueblo de Barco para recibir los últimos Sacramentos, murió después de tres días el 1 de noviembre, a fines del siglo XI, según el cómputo más arreglado.

   No tardó Dios en acreditar la gloria del fidelísimo siervo con repetidos prodigios: tocaron por sí mismas las campanas anunciando al pueblo el feliz tránsito de aquella dichosa alma , y concurriendo todos los vecinos de Barco a la habitación donde estaba el difunto, hallaron el venerable cadáver rodeado de un resplandor celestial, logrando con su contacto salud muchos enfermos. Voló la fama de estas maravillas a la ciudad de Ávila, y queriendo apropiarse el cuerpo del siervo de Dios, los de Barco se opusieron a que se les despojase de tan precioso tesoro. Conviniéronse todos para imponer fin a la contienda en que se pusiese el cadáver en una yegua o mula ciega, y que fuese de aquellos a donde le condujese. Ejecutóse así, y el animal dirigiéndose a Ávila, entró en la iglesia de San Vicente Mártir, y tocando con la mano en una piedra, dejó impresa la herradura en ella, y reventó inmediatamente. Convencidos todos a vista de este prodigio, que era la voluntad de Dios, el que allí permaneciese, le dieron sepultura en la misma iglesia, donde se mantuvo por algunos siglos en el primer depósito, hasta que de el trasladó Don Lorenzo Otabuo a un altar decentísimo que hizo fabricar a sus expensas con una efigie del Santo; en el que hoy se venera por todos los vecinos de Ávila y de los pueblos de la comarca; y se acostumbra todos los sábados del año, que los clérigos de la iglesia de San Vicente después de Vísperas concurren al altar del Santo a cantar su conmemoración, y para su culto concedió el santo rey Don Fernando el año 1252 los réditos de algunos pueblos; cuyo privilegio confirmaron los Alfonso IX y X, y también concedió otros Fernando IV el de 1302.

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(Pbro. José Manuel Silva Moreno)