SAN HUGO DE CLUNY
29 de abril
1109 d.C.
Nació en Semur en Brionnais, y descendía de la casa ducal
de Borgoña. Su padre, Dalmacio, señor feudal, sin ley y
sin conciencia, intentó formar a su hijo en sus mismos
principios, pero Hugo, formado por su santa madre, logra primero irse
al lado de su tío, el Obispo de Châlons. Después de
servir brevemente en la guerra, entró al servicio del Papa.
Frecuentó la escuela catedralicia de Auxerre o de
Châlons-sur-Saône (1030-1035). Ingresó en la
abadía de Cluny en 1039. El señor de Semur, que
había visto en su hijo un joven despierto, de buena presencia y
dotes envidiables, montó en cólera ante aquella
decisión. No obstante, y contra la voluntad paterna, Hugo
quedóse en Cluny. Aquel espíritu bravío y
despótico llegó, sin embargo, a sentirse luego orgulloso
de su hijo, pues pasando una vez cerca de la Abadía, quiso por
curiosidad verlo con el áspero sayo monacal. Y su amor paternal,
renacido, vio tantas gracias en el joven Hugo, que confesó no
haberlo visto nunca tan digno de aprecio. Desde entonces no
volvió a molestarle con reflexiones ni reprimendas.
A los 20 años fue ordenado sacerdote y a los 25 elegido Abad
General para toda la Orden por los monjes (y no designado por su
predecesor). A partir de aquel momento y durante una muy larga
existencia, se consagró por entero a las dos obras fundamentales
de su vida: la defensa y pureza de la fe y la organización
definitiva cluniacense.
Durante su mandato mandó construir la iglesia
abacial y organizó la peregrinación a Santiago de
Compostela. Ejerció este cargo entre 1049 al 1109, durante este
tiempo fue consejero de Papas; fue consultado y respetado por todos los
soberanos de Europa y gobernó más de mil monasterios y
casas sufragáneas con gran severidad y justicia, a pesar de que
en aquel tiempo había una gran depravación de costumbres
entre el clero. Le encontramos en los Concilios, en las elecciones
pontificias, animando la cruzada, poniendo paz entre los emperadores y
los pueblos que se agitan en la frontera oriental del imperio; al lado
de los reyes y príncipes, confundiendo a los herejes,
recorriendo en su mulilla abacial todos los países, para
implantar los principios renovadores, emanados de Roma, deponiendo, si
era preciso, a los abades y obispos indignos. Cluny se convirtió
en un centro de reforma de toda la Iglesia.
La iglesia abacial de Cluny, la iglesia más grande
de su época, fue bendecida por el papa san Urbano
II (también monje de esta abadía). Hugo y el papa
san Gregorio VII, (también monje cluniacense) contribuyeron a
promover el profundo renacimiento de la vida religiosa que
caracterizó el siglo XI en toda Europa occidental; estuvo con el
Papa en Canossa, cuando el emperador de Alemania, Enrique IV, se
humilló ante el Pontífice, gracias a la mediación
de Hugo que tenía grandes y estrechas relaciones con el Imperio.
El emperador Enrique III le miraba con veneración profunda:
“Recibir tus cartas -le escribía- es uno de mis mayores
contentos y satisfacciones. Sé muy bien el ardor con que te
entregas a las cosas divinas; nada tengo que decir a tu negativa de
venir a la Corte, alegando las distancias; te disculpo, con la
condición de que vengas a Colonia para sacar de pila y dar tu
bendición paternal al hijo que me acaba de nacer”.
Accedió Hugo: santificó al niño en las fuentes
bautismales y éste, más tarde Enrique IV, lo
llamará, por ello, su padre. Tales eran las relaciones del Abad
de Cluny con el perseguidor de san Gregorio VII; mas tal amistad no le
hizo jamás vacilar en su deber, hasta el punto de poder
asegurarse que, aparte de san Pedro Damián, su gran amigo, no
tuvo el Papado más poderoso auxiliar y generoso defensor.
Gregorio VII lo invitaba por ello para consultarle en sus grandes
apuros y recibir el consuelo en sus tribulaciones.
Fundó el hospital de Marcigny, donde amaba curar
él mismo a los leprosos y en el mismo lugar el monasterio para
religiosas “para que las mujeres pecadoras que quisieran escapar de los
lazos del mundo y arrepentirse de sus faltas, tuvieran también
abierta la entrada en el cielo”. Hacia 1105, hizo construir y decorar
con pinturas la capilla del priorato cluniacense de Berzé la
Ville en Mâconnais.
Sus mejores sentimientos de gratitud fueron, en todo momento, para
Alfonso VI de Castilla, que se había mostrado espléndido
con la gran Abadía borgoñona. Había anexado a ella
las principales abadías de su reino, como Nájera,
Dueñas y Carrión, y había colocado monjes
cluniacenses en casi todas las sillas episcopales de León y
Castilla. Durante su reinado, los cluniacenses del abad Hugo eran
dueños de los monasterios, obispados y casi hasta de la Corte
del monarca. Todo ello era posible porque nuestro Santo, de un
espíritu muy superior a su época, sabía dominar a
los más fuertes caracteres; vigilar la vida de miles de monjes;
y hacerse cada día más merecedor del apelativo de
“Grande”. Fue canonizado por Calixto II en 1120.