Natural
de Corbie (Picardía), fue educado y se hizo benedictino en la
abadía de
su ciudad natal donde ejerció como ecónomo.
Súbitamente le sobrevino
una dolorosa enfermedad que, por los síntomas que describe su
biógrafo,
debió ser una meningitis. Los dolores le impedían pegar
los ojos y casi
le hacían perder la razón. Los doctores le sangraron y
medicinaron, sin
conseguir ningún resultado. Naturalmente, el santo no
podía ni siquiera
orar. Al recuperar la salud, comprendió que lo mejor que
podía hacer
era servir a Dios en el prójimo y se dedicó a cuidar a
tres enfermos,
en honor de la Santísima Trinidad. Su abad le llevó
consigo a Roma, con
la esperanza de que ahí obtendría la salud. Juntos
visitaron la tumba
de los Apóstoles, y San León IX confirió a Gerardo
la ordenación
sacerdotal.
Cuando
regresó a Corbie fue curado por el abad san Adalardo, y algunos
autores
afirman que fue abad de este monasterio. Lleno de agradecimiento, el
santo redobló sus penitencias y mortificaciones. Tuvo una
visión de
Cristo que descendía de la cruz, posaba la mano sobre su cabeza
y le
decía: "Hijo mío, ten confianza en Dios y en el poder de
su brazo". Una
peregrinación a Jerusalén fue para Gerardo otra fuente de
inspiración y
consuelo. Poco después de su vuelta, los monjes le elidieron
abad de
San Vicente de Laon. Pero se trataba de una abadía en la que
reinaban
la indisciplina y la relajación. Incapaz de reformar a los
monjes,
Gerardo renunció al cargo y partió con algunos
compañeros hacia el sur,
en busca de un sitio apto para una nueva fundación. Luego fue
abad de
Saint Medard en Soissons pero fue expulsado por un usurpador.
En
Aquitania, no lejos de la actual ciudad de Burdeos, Guillermo VII,
conde de Poitou, les regaló unos bosques; ahí fundaron en
1079 la
abadía benedictina de Sauve-Majeure (Silva Major), de la que
Gerardo
fue el primer abad. Los monjes trabajaban la tierra y misionaban en los
alrededores; Gerardo se distinguió entre todos como predicador y
confesor. Introdujo la costumbre de celebrar la misa y rezar el oficio
de difuntos, durante treinta días después la muerte de
los miembros de
la comunidad y la práctica de poner pan y vino en el sitio que
el
difunto ocupaba en la mesa, para darlos después a los pobres. La
costumbre se popularizó en otros monasterios y hasta en algunas
parroquias; pero al cabo de un tiempo, las ofrendas que se depositaban
sobre las tumbas empezaron a destinarse a los sacerdotes en vez de
darse a los pobres. Fue
canonizado por Celestino III el 27 de abril de 1197.