Nació en
Paula, Calabria (que en aquel tiempo pertenecía al reino de
Nápoles), después de que sus padres recurrieran a la
intercesión de san Francisco de Asís, para tener hijos.
Después de un voto hecho por sus padres al Señor, para
que salvara a su hijo de perder la vista, vistió a los 13
años el hábito franciscano en el convento de San Marcos
Argentano (Cosenza), ejerciendo los oficios más humildes y a la
oración. Después de pasar un año, volvió a
Paula a casa de sus padres e hizo un viaje a Roma, Montecasino, Loreto,
los ermitaños de Monte Lucco y a Asís, buscando una vida
religiosa rigurosa y pobre, y no la encontró, volvió con
una decisión clara: se retiró a la vida eremítica
en un pequeño campo familiar en Calabria, dedicándose a
la oración, el trabajo manual y la penitencia; tuvo que
retirarse a una cueva, por la cantidad de personas que iban a
visitarle, vivió así cinco años.
En torno suyo se
reunieron algunos discípulos, que compartieron su rigor
ascético y constituyeron (en 1452) la Orden de los
Ermitaños de San Francisco de Asís, llamada
también Mínimos (considerándose así ante
los Frailes Menores). Tenía 19 años cuando fundó
la Orden. Su regla: los tres consejos evangélicos; su divisa: la
caridad, aunque añadió un cuarto voto que es ayuno
cuaresmal para toda la vida, otros autores dicen que este cuarto voto
es la humildad. Además, según se dice, no podían
llevar más que el hábito y les estaba prohibida la ropa
interior. La fama de Francisco como taumaturgo se extendió por
todas partes. Marchó a Milazzo, Sicilia, donde fundó un
monasterio.
Se enfrentó
con el rey Ferrante de Nápoles por oprimir a sus súbditos
con grandes impuestos. Su fama se extendió por todas partes.
Tuvo detractores, como era de esperar. Hacía milagros y curaba,
y los médicos le acusaron. No tenía estudios,
sabía y entendía más de teología y de
política que los más eximios especialistas y... la
envidia y la calumnia se cebaron sobre él. Pirro, arzobispo de
Cosenza, fue quién les dio permiso para levantar un monasterio y
una iglesia.
Por orden del Papa Sixto IV, que
había mandado investigar los fenómenos místicos
que le adornaban, Francisco fue a Francia para asistir en el lecho de
muerte al rey Luis XI (1483): se le pidió un milagro para que le
curase su enfermedad y nuestro santo exigió al rey que lo
primero que tenía que hacer era cambiar su vida y convertirse
del todo. No le sanó, pero le preparó a morir y le
quitó el miedo horroroso que le tenía a la muerte.
Después del fallecimiento del monarca, asumió la
dirección espiritual de su hijo Carlos VIII, continuando sus
servicios también con Luis XII, y ayudando a la Santa Sede a
mantener buenas relaciones diplomáticas con Francia, que estaban
muy deterioradas. Pasó 26 años en Francia donde
fundó numerosos conventos. Tenía el don de
profecía; entre otras la que se refiere a la toma de Otranto por
los turcos y su reconquista por el rey de Nápoles, así
como convenció, por medio de dos frailes suyos que los Reyes
Católicos, no abandonasen la reconquista de Málaga;
cuando tomaron la ciudad el rey mandó construir una iglesia con
un convento dedicado a Nuestra Señora de la Victoria, regido por
los minimos. Murió serenamente, en el convento de los
Bonshommes, cerca de Plessis-lés-Tours, encerrándose en
una celda, dedicado a la oración. Fue canonizado por León X el 1 de
mayo de 1519. Patrón
de Calabria.