BEATO SALUSTIANO GONZALEZ CRESPO
13 de octubre
1934 d.C.
Los padres de Salustiano,
Don Joaquín y Doña Manuela, vivían ajenos a la situación
política, económica y social por la que atravesaba España
en aquel momento crítico, en el que era elegido rey de España
Amadeo de Saboya, el 16 de noviembre de 1870. La nación se debatía
en guerras entre liberales y carlistas. Pero ellos, ocupados en sus trabajos
agrícolas y ganaderos, esperaban con ilusión el nacimiento
de su hijo, que, por cierto, completaba el cuadro suspirado por ellos mismos:
tener dos hijos y dos hijas.
Despuntaba el día 1 de mayo de 1871 cuando Salustiano
venía a alegrar el hogar del humilde matrimonio. La madre daba a luz
en Tapia de la Ribera (León), distante 25 km. de la capital leonesa.
Eclesiásticamente, pertenecía entonces a la diócesis
de Oviedo. Tapia de la Rivera se levanta sobre un pequeño altozano,
bañado en su lado izquierdo por el río Luna, rico en pesca
y fertilizador de los campos próximos al cauce. Al nacer Salustiano,
Tapia tenía una población de 200 habitantes, dedicados principalmente
al cultivo de cereales, legumbres, hortalizas, lino, pastos y a la cría
de ganados. Hoy la población ha bajado ligeramente. Aunque de escasa
población, la acendrada religiosidad de los vecinos había proporcionado
vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Ya en 1871, el pueblo celebraba
todos los días de mayo, como venía siendo costumbre, el ejercicio
de las flores a la más hermosa y agraciada de las mujeres, la Virgen
María.
Al día siguiente del nacimiento fue llevado a la iglesia
parroquial, dedicada a Santa Eulalia, donde fue regenerado por las aguas
bautismales y recibió el nombre de Salustiano. Aprovechando el paso
por el pueblo del obispo de Oviedo, le fue administrada la Confirmación
el 24 de julio del mismo año de su nacimiento, cuando aún estaba
envuelto en pañales. Tal era la costumbre en aquellos tiempos del
siglo XIX, en que el obispo tardaba años en visitar los pueblos de
su diócesis. Por aquel entonces no se daba la importancia que hoy
tiene la catequesis antes de recibir la confirmación, sacramento que
fortalece a los cristianos para dar testimonio de Cristo.
Fortalecido con los dos sacramentos primeros de la Iglesia,
Salustiano se cría en el pueblo, con sus padres y sus tres hermanos,
en un ambiente sano en todos los sentidos, físico y moral. Aunque
en el pueblo había escuela de primeras letras, sus padres fueron los
primeros y principales educadores de Salustiano. La piedad y el trabajo sacrificado
los heredó de sus progenitores; nadie en la familia ni en el pueblo
comía de balde y sin trabajar. Al verse insatisfecho de sí
mismo y de su labor ante el porvenir que le aguardaba, emigró a la
capital de León en busca de trabajo. Por otra parte, el matrimonio
no le atraía. Así que decidió buscar nuevos caminos
que le abrieran paso por la vida.
Al cumplir los veintidós años, en 1893, y no tener
ocupación satisfactoria en la casa paterna, buscó y consiguió
colocación en el Hospital Civil de León, donde estuvo empleado
como auxiliar de enfermería dos años. Aunque poco, algo le
reportó de ganancia económica el oficio improvisado de enfermero.
Pero este empleo tampoco satisfacía todas sus aspiraciones, al menos
las aspiraciones religiosas más íntimas que abrigaba dentro
de sí mismo y que a nadie había revelado. El Señor velaba
por él y le iba preparando camino.
En contacto con las Hijas de la Caridad que servían a
los enfermos del Hospital fue descubriendo la que sería su vocación
definitiva. Una buena tarde dominical, aprovechando la confianza que le inspiraban
las Hermanas, les manifestó su inquietud de servir en alguna comunidad
religiosa. Las Hermanas reaccionaron al instante y le propusieron que se
dirigiera a los misioneros paúles, y ellos le darían respuesta
sobre la posibilidad de entrar en la Congregación de la Misión
como Hermano. Todavía no existía la fundación de Villafranca
del Bierzo (León), que se retrasaría hasta el año 1899,
pero algunas Hermanas que conocían de sobra o habían oído
hablar muchas veces de la excelente labor de los Hermanos en las misiones
populares, en los seminarios y residencias de los misioneros, le sugirieron
que escribiera al superior mayor de Madrid, cuyas señas ellas mismas
le proporcionaron.
“El joven Salustiano González ha guardado una conductairreprensible…”
Dicho y hecho, el joven Salustiano, con la orientación
y consejo de las Hermanas, escribe a primeros de julio de 1894 al Visitador
de los PP. Paúles de la Provincia de España, P. Eladio Arnaiz,
pidiendo entrada, si era posible, en la Congregación. El Visitador
responde pronta y positivamente desde Madrid. Cumplido el contrato de trabajo
en el Hospital de León y tras haberlo pensado en la oración,
decidió ir cuanto antes a la Casa Central de Madrid, Barrio de Chamberí,
hoy C/. García de Padres, 45, y presentarse a los superiores.
Era el 28 de octubre de 1894 cuando se personaba en la comunidad
vicenciana para hacer el Seminario Interno. El adiós que, días
antes, diera en Tapia de la Ribera a sus padres y hermanos fue un adiós
definitivo y para siempre, pues no consta que volviera a pisar su pueblo
natal, que sin duda llevaría grabado en el alma con multitud de recuerdos
infantiles y juveniles. Desgraciadamente, tampoco conservamos correspondencia
de Salustiano con sus padres y familiares
Los jefes del establecimiento leonés habían extendido
como informe a los superiores de la Congregación este breve recorte:
“El joven Salustiano González Crespo ha guardado una conducta irreprensible
y ha cumplido sus obligaciones con esmero y buena voluntad”. Ejercía
de director del Seminario el P. Ramón Arana Echevarría, que
pronto descubrió en el joven Salustiano que el informe se quedaba
corto en comparación con la realidad virtuosa, trabajadora y responsable
del Hermano.
Transcurridos los dos años de prueba en el Seminario
Interno, emitió los votos como todo miembro de la Congregación
el 29 de octubre de 1896, pero no en la Central de Madrid, sino en la Casa-Misión
de Ávila, donde había sido destinado unos meses antes de cumplir
los dos años de prueba. La Casa-Misión de Ávila estaba
ubicada entonces en la C/. Valseca 2. En carta autógrafa del 17 de
septiembre de 1896 pedía, en tono humilde, los votos al Superior Provincial
que lo seguía siendo el P. Eladio Arnaiz, petición que fue
atendida y otorgada unánimemente por todo el Consejo Provincial. El
superior de la casa de Ávila, P. Santiago Caño, testificó,
con firma de su puño y letra, que el Hno. Salustiano había
emitido los votos el día, mes y año arriba indicados. Otro
hermano fue también testigo de la emisión de votos de su compañero
de comunidad.
Sin exagerar un ápice, los superiores y compañeros
de comunidad vieron siempre en él, desde su entrada en el Seminario
hasta la fecha de su martirio, un excelente y destacado modelo de Hermano
por su sumisión sobrenatural a la autoridad constituida, por su sencillez
encantadora, humildad, piedad, entrega responsable al trabajo y por su espíritu
de fe que le ayudaba a ver a Dios en las personas, sobre todo en los pobres
y enfermos, en los seminaristas y en los acontecimientos: pautas que marcaron
el ritmo de su progreso espiritual y apostólico. Su asistencia a la
oración de la mañana -una hora a la escucha de la voz de Dios-
y su visita vespertina al Santísimo Sacramento servían de ejemplo
a los mismos sacerdotes, remisos, a veces, a la oración comunitaria.
Fiel a su vocación cristiana y misionera vivió y murió
en plena coherencia con sus principios de vida teologal: fe, esperanza y
caridad.
Servicios distintos en misiones distintas
El destino de Ávila no fue largo, pero sí intenso
y rico en experiencias misioneras. Desde la primera misión por los
pueblos de Ávila, el Hno. Salustiano acompañó la bina
de sacerdotes, haciendo de auxiliar y de cocinero durante las campañas
misionales. Asistía a los actos programados de la misión: rosario
de aurora, eucaristía, pláticas y sermones como cualquier otro
fiel, dando ejemplo de piedad y rectitud ante el pueblo. Mientras los misioneros
dedicaban el tiempo a visitar enfermos y administrar los sacramentos, él
cuidaba de la cocina y demás menesteres sobre la marcha de la misión.
Concluida la lista de pueblos misionados, todos, sacerdotes y hermano, volvían
a su residencia para reasumir sus obligaciones caseras y preparar la próxima
campaña misional; el hermano para ocuparse de los servicios materiales
y del cuidado de la capilla aneja a la residencia abulense.
En ratos de ocio, el Hno. Salustiano disfrutaba visitando los
lugares teresianos de Ávila: la casa natal de Teresa de Jesús,
según es tradición, la iglesia de San Juan donde fue bautizada,
el Monasterio de la Encarnación, extramuros de la capital, y el Monasterio
de San José, primera fundación de la monja andariega. Disfrutaba
orando al lado de la santa abulense a quien ponía, con frecuencia,
de intercesora en sus plegarias al Señor, pidiéndole sobre
todo el don de oración en el que había abundado la Santa reformadora.
La oración del Hno. Salustiano era la propia de los sencillos, a quienes
Dios revela los secretos del Reino por medio del Espíritu que anida
en sus corazones, mientras que se los oculta a los sabios de este mundo.
Al cumplir los dos años de permanencia en la ciudad amurallada,
los superiores lo trasladan, en 1898, a la Casa de Valdemoro (Madrid), un
año después de que echara a andar esta fundación misionera
(1897); aquí continuaría con la misma misión que había
iniciado, con tanto provecho y edificación en Ávila, su carrera
de Hno., y para cuidar de los misioneros enfermos. Para estas fechas, las
Hijas de la Caridad tenían ya dos residencias, la de San Diego y la
de San Nicolás, que el Hermano visitaba con deseos de prestar también
alguna ayuda a las Hermanas enfermas y mayores, en caso de necesidad, reasumiendo
así su antigua dedicación de enfermero en el Hospital de León.
En Valdemoro permaneció otros dos años con la misma entrega
y vida espiritual de antaño. Los valdemorenses admiraban la dedicación
abnegada del Hermano con los enfermos, Padres y Hermanas, algunos venidos
del extranjero.
En 1900 salta al archipiélago canario y se incorpora
a la comunidad de La Laguna (Tenerife), ocupándose de las faenas materiales
del Seminario Diocesano mientras los sacerdotes llevaban la dirección
y administración del centro. Sin embargo no dejó, por eso,
siempre que se lo permitían sus obligaciones, de participar como auxiliar
en las misiones populares, a las que también se dedicaba la Congregación
en las Islas Canarias. El Hno. Salustiano parecía imprescindible en
las campañas misionales, en las que su ejemplo y eficiencia suponían
un fuerte reclamo para que la gente asistiera a la misión en la iglesia,
formando verdadera comunidad cristiana con todo el pueblo.
Sin cambiar de isla, en 1906 fue trasladado a la Casa de Santa
Cruz de Tenerife, donde gastó la etapa más larga de su vida:
veintidós años, 1906-1928, sin dar muestra de cansancio ni
abatimiento en la entrega de todos los días a los trabajos acostumbrados;
así demostraba que amaba a Dios «con el sudor de la frente y
el esfuerzo de los brazos», según aprendió de su fundador
Vicente de Paúl. Durante los 28 años que vivió en la
isla de Tenerife, no visitó la península ni la echó
en falta. Conservaba el espíritu de los buenos campesinos leoneses,
hechos al trabajo duro del campo, con los ojos puestos en el cielo; el espíritu
le mantenía firme en la vocación y misión evangelizadora.
El cuidado de la iglesia de culto suponía un plus laboral en sus ocupaciones
diarias. Se sentía feliz en su puesto de servidor de servidores, lo
que le atraía la simpatía, el agradecimiento y la admiración
de todos.
Sin que lo esperara de ninguna manera, le llegó un nuevo
destino que le condujo a la Casa-Teologado de Cuenca, donde permaneció,
durante dos años, 1928-1930, entregado al servicio material del seminario
y en hacer las compras y encargos de la numerosa comunidad estudiantil. Como
en otros lugares anteriores, también en Cuenca se ganó la estima
y confianza de los superiores y estudiantes. Le salía espontáneo
el ofrecerse a todos para serles útil en algo que de él dependiese.
Por eso le querían y acudían a su disponibilidad, para pedirle
favores y ayudas, con la seguridad de que no serían defraudados, sino
atendidos con prontitud y sin esperar nada a cambio.
En Oviedo, “se mostraba celoso en la enseñanza del catecismo a los
niños”
Y finalmente, su última misión: el Seminario Diocesano
de Oviedo, al que llegó en 1930, para desempeñar los oficios
de cocinero y portero. Si no fuera repetitivo, también aquí
habría que subrayar la simpatía que se ganó de parte
de todos por su sencillez y trato bondadoso con los pobres y seminaristas,
en quienes trataba de ver a Jesucristo sumo y eterno sacerdote. Un compañero
suyo atestigua: “Se desvivía en atender a los pobres con los escasos
medios de que disponía”. Otro declara: “Tengo el especial recuerdo,
que desde su portería y en su ambiente se mostraba celoso en la enseñanza
del catecismo a los niños que por allí acudían”.
Un tercer testigo, nada menos que el Rector del Seminario
de Oviedo P. Modesto Churruca, que logró escapar de la revolución
de Asturias a San Sebastián, donde encontró la muerte en 1936,
escribe al director de la revista Anales de la Congregación de la
Misión, dándole cuenta del gesto de cariño y ayuda del
Hno. Salustiano para con los seminaristas de Oviedo, gesto que definía
su exquisita sensibilidad con los que un día serían ministros
del Señor: “En una de las incalificables torturas, frente a los fusiles,
el Hno. González se adelantó con los brazos en cruz hacia los
verdugos y, cubriendo con su cuerpo a los seminaristas que aguardaban su
última hora, exclamó implorante: ¡Matadme a mí
que no valgo para nada; pero dejad libres a estos jóvenes, que aún
pueden hacer mucho bien!”.
Martirio
Las circunstancias de su martirio coinciden con las del P. Tomás
Pallarés en grandes líneas, por lo que omitimos su narración.
En las cárceles y prisiones por las que hubo de pasar, no disimuló
su condición de Hermano de la Congregación, al contrario la
confesaba en público con santo orgullo, a la vez que se prestaba a
barrer y hacer los oficios más bajos. El P. Pallarés se adelantó
unas horas al Hno. Salustiano en dar cuenta al Señor de su fe y amor,
pero fue el mismo día 13 de octubre de 1934 cuando ambos combatieron
bien el combate de la fe. Ni en el corto plazo de la vida que vivieron juntos
ni en la muerte se apartaron de Dios, pues se amaban en Cristo por encima
de todo lo visible y transitorio de este mundo.
Valga como homenaje póstumo lo jurado por un testigo
cuyo lenguaje lacónico vale por el mejor y más largo de los
panegíricos: “Le traté alguna vez. Era muy afable, recogido,
de no muchas palabras. Al comenzar la revolución religiosa aquí
en Oviedo, en el primer viernes de octubre de 1934, el Hno. Salustiano fue
prendido por los comunistas en el Seminario Diocesano. Lo llevaron preso
al antiguo Colegio de Jesuitas ahora Instituto Nacional de Enseñanza
Media. Y aquí volaron los comunistas el edificio con dinamita y el
Hno. Salustiano pereció en esta hecatombe”.
Su vida cargada de valores humanos y evangélicos hubiera
pasado desapercibida, como la de tantos otros testigos de Cristo misionero,
si no fuera porque la palma del martirio coronó su obra gastada en
gestos de caridad y dando testimonio de fe y amor. Caminó siempre
en la presencia de Dios, por la senda de la obediencia silenciosa, hasta
el final. Dios le reveló la grandeza de su Reino y de la vocación
al servicio de los pobres.