BEATO PELAYO JOSÉ GRANADO PRIETO
27 de agosto
1936 d.C.



Infancia y adolescencia

   Pelayo José nació en Santa María de los Llanos (Cuenca), el 30 de julio de 1895, y fue bautizado el 1 de agosto del mismo año. Su padre Juan Francisco, humilde labrador, había casado, de terceras nupcias, con Cipriana, de la que tuvo cuatro hijos, entre ellos a Pelayo José, que ocupaba el tercer lugar. Al morir Juan Francisco el 23 de julio de 1899, con sesenta y cuatro años, la viuda se traslada a Belmonte, en donde había nacido, con sus cuatro hijos, de dos, cuatro, seis y nueve años, aproximadamente: tres niños y una niña, la más pequeña de los hermanos. Con hijos tan pequeños y sin medios de vivir, no le quedó más remedio a Cipriana que colocar a los dos varones mayores en colegios gratuitos, y ponerse ella a trabajar, primero en casas de familias y, más tarde, como demandadera de las religiosas Concepcionistas Franciscanas.

   Cumplidos los ocho años, en 1903, Pelayo  fue llevado a Cuenca por su madre, dejándole internado en la Casa Beneficencia atendida por las Hijas de la Caridad, tras haber hecho la Primera Comunión en el convento de los Padres Trinitarios. En la Beneficencia de Cuenca permaneció Pelayo hasta 1910. De cuando en vez su madre, con grandes sacrificios iba a visitarle, preocupada por la situación de este su querido hijo. Las Hermanas, atentas a la evolución humana, afectiva y espiritual del joven Pelayo, le sugirieron ser misionero paúl, pues según su apreciación: “era muy educado, piadoso, juicioso y obediente. Ayudaba a la santa misa y rezaba el rosario todos los días; muy amigo de estar en la iglesia haciendo de sacristán”.

   Así fue descrito por las Hermanas, que en carta del 7 de mayo de 1910 al Visitador P. Eladio Arnaiz le pedían el ingreso para Pelayo-José en el Colegio Apostólico de Teruel. Al Visitador le pareció bien, dado el informe recibido, aunque el muchacho presentaba cuatro años de retraso escolar, para comenzar los estudios de humanidades. Tenía, en efecto, quince años cumplidos cuando lo normal era empezar con 11 ó 12 años. Equipado de ropa y otros enseres que las Hermanas le prepararon, se dirigió a Teruel a comienzos del curso 1910-1911. Corrían los primeros días del mes de septiembre.

   Le bastaron cuatro años a Pelayo para ponerse a la altura de sus compañeros mejor preparados. Aprobados estos primeros cursos de formación, él mismo escribe, de su puño y letra, a instancias de los profesores de Teruel, al P. Visitador de la Provincia, P. Antonio Arambarri (1913-1921), pidiendo el ingreso en el Seminario Interno. Las vacaciones de verano las pasaba en Cuenca  -unos días en Belmonte con su madre-, contando con gracejo a sus antiguos amigos de la «Bene» la vida del Colegio de Teruel, a la vez que trataba de ganar a otros para que dieran el mismo paso que él había dado.

   A juzgar por los hechos, se creía que aquella crisis creada por el fallecimiento de su padre y la posterior determinación de su madre de llevarle a la Beneficencia de Cuenca, había sido más que superada, pues no dejó entrever nunca el menor indicio de soledad y abandono por parte de su madre y hermanos, sino todo lo contrario, recibió siempre muestras de un gran cariño de todos sus familiares y parientes. Con ánimo esperanzado, porque consideraba el tiempo de Seminario Interno un avance y una liberación de la primera etapa de su vida, ingresó en la Congregación de la Misión el 8 de septiembre de 1914. Tenía 19 años cumplidos y era de los mayores del curso. En nada desmerecía de sus compañeros más jóvenes.

   La confianza depositada en sus superiores y directores, con quienes se explanaba como un libro abierto, le espoleaba a entregarse más y más al Señor y dedicarse con ahínco a la oración y al estudio de las asignaturas. Le encantaban las enseñanzas espirituales y apostólicas del fundador Vicente de Paúl comentadas y transmitidas por el director del Seminario Interno, P. Agapito Alcalde. Como gozaba de buena memoria y mejor entendimiento, era capaz de repetir, con cierta facilidad, las explicaciones del director.

   Ya por entonces corrían traducciones en español de las obras de san Vicente de Paúl que procuraba leer con interés -como anota en su bloc personal-, así como las Cartas Circulares de los Superiores Generales. En latín despachaba la lectura de las Reglas o Constituciones, tratando de memorizarlas, como hacía también con parte del Nuevo Testamento, sobre todo con las Cartas de san Pablo apóstol. En fin, el tiempo de Seminario Interno fue una etapa corta pero decisiva, vivida hasta con gozo, esperanza e ilusión. Él mismo comparaba las distintas etapas de su vida, dejando constancia en su cuadernillo del progreso con que avanzaba.

Miembro de la Congregación de la Misión

   Terminado el tiempo del Seminario Interno, emitió los votos el 9 de septiembre de 1916 ante el Visitador P. Antonio Arambarri, en la Casa Central de Madrid. A los pocos días, se trasladó con todos sus compañeros al pueblo de Hortaleza, a un pie de Madrid, donde cursó los tres años de filosofía (1916-1919). El ambiente comunitario y estudiantil de aquellos años dejaba algo que desear. Pelayo no tenía inconveniente alguno en descubrir los fallos serios que observaba en la comunidad, incluso reconocerse él mismo culpable de alguna situación tirante entre superiores y estudiantes.

   Aprobados los tres cursos de filosofía, vuelve a la Casa Central de Madrid para enfrascarse en el estudio de la teología, de cuatro años de duración (1919-1923). En un ambiente de más tranquilidad que en tiempo de filosofía, avanzaba por los tratados de teología con pie seguro. Las calificaciones obtenidas certifican sus buenas cualidades intelectuales. Atento a sus inclinaciones y facilidades respecto a los ministerios de la Congregación, advirtió que la predicación y dedicación pastoral al pueblo le atraían más que la enseñanza y formación en los colegios y seminarios. La regularidad y disciplina mandaban en su comportamiento, junto con la obediencia a las órdenes de los superiores, como gustaba escribir en su bloc de notas.

   Fiel a uno de sus grandes principios espirituales: seguir en todo el paso de la Providencia, disponía su interior para recibir el presbiterado, hecho que tuvo lugar el 25 de mayo de 1923, en la Capilla de Palacio del obispo consagrante Mons. Prudencio Melo y Alcalde, obispo de Madrid. A él le hubiera gustado recibir el sacerdocio jerárquico en la Basílica de la Milagrosa, donde había recibido unos meses antes el subdiaconado y el diaconado de manos de Mons. Julián de Diego García y Alcolea, obispo de Salamanca, pero él y sus compañeros hubieron de atenerse a las disposiciones de los obispos y superiores de la comunidad. Pero sí celebró su primera misa, al día siguiente de su ordenación sacerdotal,  en la Basílica de la Milagrosa, llamada entonces Iglesia de San Vicente de Paúl, acompañado de su presbítero asistente el P. Ángel Moreda y haciendo de padrinos seglares sus hermanos Marino y María Dolores.

“La misión es una embajada que Dios os envía por medio de sus ministros…”

   Apenas ungido sacerdote para evangelizar a los pobres, recibe y acepta gustoso el primer destino que lo lleva a Écija (Sevilla), donde se da de lleno a la predicación de misiones populares, durante cuatro años (1923-1927). El Visitador que lo había destinado, P. Joaquín Atienza (1921-1930), le seguía de cerca, deseándole toda suerte de bendiciones en el desempeño de su misión. Al ministerio de las misiones populares, añadía la creación y dirección de la Asociación de las Hijas de María. Se sentía feliz al lado de las jóvenes, desde su puesto de prefecto de la iglesia aneja a la residencia de la comunidad vicenciana.

   Aunque anecdótica, no deja de reflejar la conducta sencilla del P. Pelayo la comunicación que hiciera al Visitador, tras haber obtenido buenas calificaciones en los exámenes ministeriales de la Curia Arzobispal de Sevilla. No era normal que los misioneros notificaran a los Superiores Mayores el resultado de unos exámenes rutinarios, sin embargo el P. Pelayo se apresura a darles la noticia, con una alegría y satisfacción desbordantes.

   Agotado el tiempo de su primer destino, marcha con igual disponibilidad a la bella capital de Granada, por orden recibida en 1927 del Visitador P. Atienza. En Granada repite los mismos ministerios que en Écija y dirige una capellanía. De este tiempo son las crónicas de misiones que publicara en la revista Anales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, que aún hoy pueden leerse con agrado, dado el estilo llano de su autor. En campaña misional solía decir a los fieles lo que escribió en uno de sus sermones: “La misión es una embajada que Dios os envía por medio de sus ministros que somos nosotros, para tratar del único negocio que es la salud de vuestras almas”. Su fama de buen predicador llegó a Belmonte, donde residía su madre, llamado por el cura párroco para predicar la novena a la Virgen de Gracia.

   No había sacado todo el gusto a la capital granadina cuando, sin la más mínima sospecha de ser trasladado a otro lugar, recibe, en 1929, el destino a la casa de Sevilla, Pagés del Corro, con los mismos cargos y ministerios que en las dos comunidades anteriores. Andalucía le encantaba; por ello se entregó en cuerpo y alma a las misiones y a la dirección de las Hijas de María en «tierra de María Santísima», esperando frutos espirituales de aquellas jóvenes entusiastas de la Virgen María. En Sevilla era el más joven, con diferencia, de la comunidad compuesta de cuatro cohermanos: tres sacerdotes y un hermano. El P. Pelayo iba y venía sin muestras de cansancio y con ánimo alegre a todas las necesidades de la casa.

Jamás le había pasado por la cabeza que pudieran los Superiores acordarse de él, para sacarlo de Andalucía, donde había echado raíces, pero cuál sería su sorpresa al recibir otro nuevo destino, en 1932, del nuevo Visitador, P. Adolfo Tobar (1930-1949); esta vez era enviado a Badajoz, donde los misioneros eran muy conocidos y queridos por cuantos frecuentaban la iglesia de Santo Domingo. Aquí renovó con nuevos bríos su dedicación a las misiones populares, a la predicación ocasional en los pueblos, con motivo de alguna fiesta patronal, y a la tarea del confesionario, que en la iglesia de Santo Domingo era interminable; hasta de los pueblos venían a recibir el sacramento de la reconciliación, seguros de que en esta comunidad pacense encontrarían confesor a mano siempre que lo solicitasen.

“La mejor preparación para el martirio es la obediencia”

   Si el destino de Badajoz le sorprendió, más todavía el de Gijón. En carta fechada a principios del año 1935, el Visitador P. Adolfo Tobar le comunicaba escuetamente: “Hemos estudiado en Consejo la situación de la casa de Gijón y nos ha parecido conveniente destinarle a esa comunidad. Puede ir usted cuanto antes, cumplidos los compromisos que tenga pendientes”. La noticia del cambio le hizo temer lo peor. No pudo evitar que le vinieran a la mente los acontecimientos vividos un año antes en Oviedo, donde murieron tres misioneros.

   “Tengo miedo a este Gijón”, repetía en voz baja. La posibilidad del martirio le rondaba día y noche. Sin embargo, como el más joven de la comunidad, al igual que en la de Sevilla, sacaba fuerza de la debilidad e infundía valor a sus compañeros en medio del temor e inseguridad que invadía a todos.

   Con ocasión de tener que ir a La Corrada para predicar en la fiesta de Ntra. Sra. del Carmen, el 19 de agosto, una Hermana le advirtió que no fuera, pues correría un gran peligro, pero él contestó: “La obediencia es necesaria, ya que sin ella no es posible el martirio”. O como testimonia otra Hija de la Caridad, el P. Pelayo respondió: “¡No!, la mejor preparación para el martirio es la obediencia”.

   Llegó al pueblo de La Corrada y antes de la celebración eucarística organizó una procesión alrededor de la iglesia, como era costumbre. La ceremonia dentro del templo resultó emocionante, gustando mucho a la gente. Todo discurría con normalidad hasta que, llegada la tarde, comenzó la movida antirreligiosa de milicianos y milicianas, que con armas unos y con palos otros, proferían insultos contra la Iglesia, los sacerdotes y la religión. El P. Granado, al verlo y oírlo, suspendió el viaje de vuelta a Gijón e indicó al Sr. Párroco, Don Manuel: “¡Qué feo se pone esto! ¿Habrá aquí alguna casa donde yo pueda ocultarme?”

   Tras los posibles refugios ofrecidos por el párroco, optó por esconderse en una casa abandonada de La Corrada; según capeaba el temporal, cambiaba de refugio: de día, escondido en un maizal; de noche, en casa de Don Manuel, hasta que fue sorprendido y apresado por sus perseguidores. Don Manuel, con la ayuda de un hermano suyo, había logrado escapar poco antes y ocultarse en una cueva del monte. Los milicianos llevaron al P. Granado a la Casa Rectoral de Soto del Barco, convertida en Cuartel General de la comarca. Aquí comenzó su martirio.

   No obstante el riesgo que suponía el celebrar y administrar el sacramento de la penitencia, en circunstancias persecutorias, no por eso dejó de hacerlo a escondidas. La última en recibir el sacramento de la reconciliación, María del Carmen García de Castro Carreño, escribió estas palabras textuales de su confesor: “Mira, hija, yo no temo ser mártir. Lo que temo es que me hagan sufrir mucho, porque en esos momentos tan terribles no sé lo que puede pasar…” El P. Pelayo adivinaba a qué extremos podía conducirle el sufrimiento físico agudo, pese a su fe y amor grandes a Cristo Jesús. Confiado en el Señor, en quien se apoyaba de continuo, siguió ejerciendo el ministerio hasta que fue maniatado y encarcelado en la Casa Rectoral.

Martirio despiadado

   De no constar por testigos fidedignos de vista, nadie se creería la crueldad refinada con que fue llevado a la muerte el P. Granado. Los comunistas más encarnizados contra la fe católica mutilaron parte de los miembros del cuerpo del P. Pelayo, destrozaron a jirones sus piernas, llenándole de injurias y burlas, sin que él abriera la boca; como un cordero llevado al matadero callaba y ofrecía su vida por la paz y la concordia: clara manifestación del odio apasionado contra la religión de aquellos sayones, y de perdón, compasión y misericordia, por parte del P. Pelayo, buen combatiente de la fe hasta el final. Para mover la compasión de uno de sus verdugos, le regaló su propio reloj, el único bien de que disponía, pero ni este gesto de caridad cambió el propósito de sus homicidas.

   Un vecino de Soto del Barco (fallecido en 1952), emparentado con uno de los dirigentes locales marxistas, llamó un día a la Casa Rectoral, pidiendo clemencia para el P. Pelayo y protestando del trato que le daban. Según iba llegando a la casa en la que estaba recluido el misionero, oía sus quejidos y las risotadas de los milicianos que le atormentaban cruelmente. Le golpeaban y pinchaban, al tiempo que le insultaban. Le privaron de su integridad viril y fueron cortando con cuchillo trozos de carne de su cuerpo, que luego cosían con agujas colchoneras. Ese vecino oyó allí mismo a los milicianos y milicianas que comentaban entre risas: “Mira qué carnes más blancas tiene”. ¡El colmo del sarcasmo y del sadismo incalificables!

   Los tres últimos días de su prisión estuvo encerrado en un baño, sin comer, ni beber, ni disponer de espacio suficiente para sentarse. Pidió, por misericordia, a sus verdugos que, al menos, le dieran un poco de agua que refrescara su boca, favor que le fue negado. Al fin, sólo la fe en Cristo le apagó la sed. A estos tormentos postreros se juntó otro, de índole espiritual. Sabía el P. Granado que en el pueblo había otro sacerdote y suplicó como única gracia que se lo trajeran, para confesarse con él, a lo que también se negaron rotundamente sus verdugos.

   El 27 de agosto de 1936 -era de noche- le sacaron de la prisión más muerto que vivo y lo condujeron a la orilla del río Nalón, a su paso por Soto del Barco. Allí mismo, con navaja, le surcaron de nuevo la espalda hasta que expiró, arrojando luego su cuerpo al río. Así remataron la vida del P. Pelayo Granado, hombre sin dolo ni malicia, amigo de Dios y de los hombres. Soportó el dolor, en medio de indescriptibles tormentos, sin renegar de su fe, porque la fuerza del Espíritu estaba con él. Murió amando a cuantos le hacían sufrir con cuchilladas a diestra y siniestra. “¡Señor, perdónales!”, exclamaba.

   Así entregó su espíritu, cuando la luna, en medio de la noche, rielaba sobra las aguas del Nalón, el 27 de agosto de 1936. El P. Pelayo tenía 41 años y gozaba de plenitud de fuerzas para el trabajo. La noticia de su muerte llegó a oídos de su madre, Cipriana, ya anciana, poco antes de que ésta muriera el 5 de abril de 1938, angustiada por la clase de martirio tan doloroso y prolongado de su hijo misionero.

Página Principal
(Parroquia San Martín de Porres)