OCTAVO MANDAMIENTO: NO MENTIRAS



LA VERACIDAD

   El octavo mandamiento prescribe los deberes relativos a: 1) la veracidad, 2) el honor y 3) la fama del prójimo. Prohíbe la mentira y todo lo que atente a la fama y al honor del prójimo.

   Se relata en el Evangelio que, en el juicio del Señor ante el Sanedrín, los judíos presentaron falsos testigos que lo acusaban de muchas cosas para condenarlo. Ante aquellos testimonios falsos y contradictorios, Jesús permanecía en silencio. Sólo habló cuando el Sumo Sacerdote le preguntó: “¿eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?” (Mc. 14, 61). Cristo confesó la verdad, aunque la verdad le acarreó tantos sufrimientos y ultrajes, hasta la muerte.

   El octavo mandamiento: “no levantarás falso testimonio ni mentirás”, es muy necesario, sobre todo cuando las relaciones entre los hombres se ven enturbiadas por tantas mentiras, calumnias, difamaciones y falsos testimonios. A todo esto el cristiano ha de oponer el amor a la verdad y el respeto a la buena fama de los demás.

 NOCIONES

   Enseña Santo Tomás que la verdad es algo divino pues Dios -que es en Sí mismo LA VERDAD- hace que este atributo sea participado en el orden creatural.

   Jesús dijo: “Yo soy la verdad” (Jn. 14, 6). Con esto quiere enseñarnos que no sólo anuncia la verdad, sino que la posee en la totalidad de su plenitud. Por el contrario, el demonio es “el padre de la mentira” (Jn. 8, 44), pues en sí mismo niega a Dios y todo en su actuación tiende a oscurecer o apartar de la verdad.

   Por eso Jesucristo enseña: “se vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que excede de esto, viene del Maligno” (Mt. 5, 37).

   Entre los bienes que posee el hombre se encuentra la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos a través de las palabras. Para usar rectamente de esta capacidad, ordenándola a nuestro fin, los hombres debemos vencer dos tendencias que son consecuencia de las heridas causadas por el pecado original:

1) la dificultad para discernir lo verdadero de lo falso;

2) la inclinación a ocultar o deformar la verdad.

   El emplear bien la palabra es para todos un deber de justicia: todo hombre posee el derecho a no ser engañado y, en razón de la dignidad humana, el derecho al honor y a la buena fama.

   Existe una virtud que precisamente tienen por objeto todo esto: la veracidad que es, como dice Santo Tomás, “la virtud que nos inclina a decir siempre y a manifestarnos al exterior tal como somos interiormente” (S. Th., II-II, q. 109, a. 1); o bien, la adecuación entre lo que se piensa y lo que se dice o hace.

   La falta de esa adecuación en las palabras se llama mentira; en los gestos exteriores simulación; en todo el comportamiento hipocresía.

   La necesidad de la veracidad es muy clara:

a) Las palabras no tienen otra finalidad natural que manifestar el pensamiento interior: son la expresión externa de la idea. Por ello, si se utilizan para manifestar lo contrario de lo que interiormente se piensa, queda violentado el orden natural de las cosas impuesto por Dios, lo cual es esencialmente malo.

   La maldad intrínseca de la falta de veracidad se entiende fácilmente: el que miente, simula o se comporta hipócritamente, actúa de forma directa y consciente, contra lo que sabe que es verdadero o bueno. Es decir, actúa voluntariamente en contra de su conciencia.

b) La veracidad es necesaria para la vida social: la convivencia no sería posible si los hombres no se fiaran entre sí.

   Considerar lícita la mentira, aunque sólo fuera dentro de ciertas limitaciones, encerraría un enorme peligro para el bien común: la legitimación de la falsedad oral, que se extendería cada vez más, acabaría por destruir toda confianza entre los hombres en el ámbito material, intelectual y religioso.

     La convivencia no es posible sin la confianza, sin la seguridad de que no todos no engañen:

es posible que algunos mientan sobre todo;

es posible que muchos mientan sobre algo;

pero una sociedad en la que todos mientan sobre todo no se sostendría.

   Por lo anterior, el principio fundamental respecto a la verdad es que nunca es permitido quebrantarla directamente.

A continuación trataremos de la mentira y vicios afines, de la lícita ocultación de la verdad, y de la obligación de guardar el secreto.

 LA MENTIRA

   La mentira es una palabra o signo por el que se da a entender algo distinto de lo que se piensa, con intención de engañar (cfr. S. Th., II-II q. 110).

   Dos elementos integran la definición de mentira: la inadecuación entre lo pensado y lo exteriorizado, y la intención de engañar.

   Nótese que la mentira no es la de falta de adecuación entre la palabra y lo real -eso es el error- sino entre la palabra y lo pensado por el mismo sujeto.

A. Principios morales sobre la mentira

1. El principio fundamental es que jamás es lícito mentir.

   La razón de este principio es clara: la mentira es mala intrínsecamente, es decir, no es mala sólo porque est‚ prohibida (por ejemplo, comer carne en vigilia), sino por su misma naturaleza. De ahí que toda mentira, por pequeña que sea, quebranta el orden natural de las cosas querido por Dios.

La Sagrada Escritura la prohíbe terminantemente: “aléjate de toda mentira”(Ex. 23, 7);

   Nuestro Señor Jesucristo llama al diablo “padre de la mentira” (Jn. 8, 44); el Magisterio de la Iglesia reprueba severamente a los que mienten por diversión, y a los que lo hacen por interés y utilidad (Catecismo Romano, III, cap. IX, n. 23).

2. La malicia de la mentira no consiste tanto en la falsedad de las palabras como en el desacuerdo entre las palabras –signo- y el pensamiento -lo significado.

   Por eso, si digo lo que pienso, aunque esto sea objetivamente falso, digo un error o falsedad, pero no una mentira (p. ej., quien tuviera la convicción de que el mundo es plano, no mentiría al decirlo, sino que tan sólo afirmaría una falsedad).

   En cambio, si digo lo que creo que es falso -aunque sea una cosa verdadera-, no digo una falsedad, sino una mentira (si alguien afirma que un billete de lotería está premiado con objeto de estafar, y resulta que sí estaba premiado, dijo una mentira: hubo inadecuación entre su pensamiento y su palabra).

3. Para que haya mentira no hace falta que los demás resulten efectivamente engañados por lo que decimos o hacemos. Hay mentira también cuando los demás se dan cuenta de que esa persona está diciendo lo contrario de lo que piensa.

   Como ya dijimos, la mentira propiamente dicha es intrínsecamente mala y no se justifica bajo ningún pretexto; por eso no es lícito mentir ni siquiera para obtener bienes para terceros.

   Esta conclusión, que puede parecer excesivamente rígida, ha de verse a la luz de lo que se dirá posteriormente sobre la legítima ocultación de la verdad.

4. La gravedad de la mentira ha de considerarse no sólo en sí misma, sino por los daños que puede causar. 

  La mentira puede destruir bienes considerables, como la amistad, la armonía conyugal o la confianza de los padres.

   Además, ocasiona daños sobre la misma persona, pues si se miente, después, aunque el mentiroso diga la verdad, ya no se le cree.

B. División

La mentira puede ser:

a) Mentira jocosa, es decir, hecha simplemente por divertir, sin ofender a nadie. En esos casos se trata generalmente de una broma como. p. ej., las falsedades que el 28 de diciembre día de los Santos Inocentes se suelen decir entre amigos;

b) Mentira oficiosa es la que tiende a favorecer a una persona, una comunidad o una ideología. Los ejemplos de estas mentiras son numerosos; p. ej., los números inflados en las encuestas, determinados a influir en la opinión pública;

c) Mentira dañosa es la mentira calumniosa, la mentira que va directamente a dañar la imagen de alguien.

C. Gravedad

   La mentira jocosa y la mentira oficiosa no suelen pasar de pecado venial; la dañosa puede constituir pecado mortal, por lesionar la caridad. Es también pecado mortal mentir en cuestiones de fe.

   Cuando la mentira jocosa es tal que quienes la oyen o leen entienden la broma y la interpretan en el sentido que el bromista ha querido dar a su gesto o a su palabra, no son en realidad mentiras y no tienen malicia moral. Sí hay mentira, en cambio, cuando los oyentes no pueden percibir el sentido jocoso de la expresión y se atienen al sentido material de las palabras.

 PECADOS AFINES A LA MENTIRA

   Como ya habíamos señalado, hay algunos otros pecados cercanos a la mentira; p. ej.:

A) Simulación: es la mentira que se verifica no con palabras sino con hechos; p. ej., miente el hijo que ante la vigilancia de su padre simula estudiar; el obrero que simula trabajar para no ser reprendido por el jefe, etc.

B) Hipocresía: es aparentar externamente lo que no se es en realidad, para ganarse la estimación de los demás;

C) Adulación: consiste en exagerar los elogios al prójimo para obtener algún provecho;

D) Locuacidad: es hablar con ligereza, con peligro de apreciaciones inexactas o injustas. Por otro lado, la locuacidad fácilmente degenera en difamación o calumnia. 

   Generalmente se trata de pecados graves cuando se proponen un fin gravemente pecaminoso, y son pecados leves en caso contrario.

 LA LICITA OCULTACION DE LA VERDAD

A. La licitud de ocultar la verdad

   Hemos dicho que nunca, bajo ninguna circunstancia, es lícito mentir.

   Pero esto no quiere decir que el hombre esté obligado a decir siempre la verdad: a veces, porque quien pregunta no tiene derecho a saber todo, y en ocasiones, porque es obligatorio guardar el secreto.

   Hay que considerar, en efecto, que en la vida se dan situaciones en las que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En esos casos es lícito ocultar la verdad, siempre que no se mienta. Afirma Santo Tomás que es lícito recurrir a un cierto disimulo para ocultar prudentemente la verdad (S. Th., II-II, q. 110, a. 3, ad. 4).

   Todo hombre tiene derecho a mantener reservados aquellos aspectos sobre todo de su vida privada cuyo conocimiento no serviría para nada al bien común y, en cambio, podría dañar legítimos intereses personales, familiares o de terceras personas.

   Se trata, sin embargo, de un derecho que, en general, no puede considerarse absoluto y, por tanto puede haber razón suficiente para que un hombre tenga la obligación moral de dar a conocer también esos aspectos reservados.

   El prójimo tienen derecho a que se le hable con la verdad, pero no tiene derecho salvo en esos casos excepcionales a que le sea revelado lo que puede ser materia de legítima reserva. En esos casos, no es faltar a la verdad callarse o contestar que no hay nada que decir.

B. La restricción mental

   Una manera de ocultar la verdad es la restricción mental, que consiste en pronunciar una frase que tomada como suena es falsa; pero que tiene un sentido verdadero, oculto, en la mente del que habla.

   Si no hay ningún rastro o indicio donde pueda descubrirse la verdad, se llama restricción puramente mental; si, por el contrario, queda alguna rendija por donde pueda vislumbrarse la verdad, se llama restricción latamente mental.

   Sobre la moralidad de la restricción mental pueden darse dos principios:

1) La restricción puramente mental nunca es lícita.

   La razón es porque siendo del todo imposible descubrir el sentido verdadero -que permanece totalmente oculto-, equivale a una simple y pura mentira. P. ej., las expresiones como: “he visto Roma” (en fotografía); “no he hecho tal cosa” (hace dos años); “no robé la pluma” (con la mano izquierda), son simplemente mentiras. Si fuera lícito este modo de hablar, siempre y en todas partes se podría mentir impunemente;

   “De que se pueda en ocasiones ocultar la verdad, no se debe concluir que sea lícito mentir” (San Agustín, Catena Aurea, vol. I, p. 425).

2) La restricción latamente mental es ilícita sin causa justa, pero puede ser lícita con causa justa y proporcionada.

   La razón es que no son mentiras propiamente dichas, ya que el verdadero sentido puede ser descubierto por el prójimo. P. ej., la llamada telefónica a la que se contesta “no está”, entendiéndose “para usted” y concretamente en este momento.

 Hay que usarla con causa justa y proporcionada, como librarse de un peligro o de una molestia, pero nunca es lícito cuando equivale a negar la fe.

   Dentro de este apartado se incluye lo que en lenguaje corriente son modos comunes de expresarse, aunque no sean verdaderos. P. ej., el vendedor que afirma que su producto es el mejor del mundo, etc.; son palabras que a nadie inducen a error si no es por impericia o simplicidad.

   En general hay que desaconsejar el uso de la restricción mental, pues es fácil perder la proporción de las cosas y caer en verdaderas mentiras.

   Para juzgar su licitud habría que aplicar las reglas del acto voluntario indirecto.

   En definitiva, manteniendo firmemente el carácter intrínsecamente malo de la mentira, la Moral Cristiana recomienda una discreción lúcida y activa, orientada y dirigida por la virtud de la prudencia, lejos tanto de todo compromiso así como de toda ingenuidad inconveniente.

 EL SECRETO

   Con todo lo anterior se relaciona el tema del secreto, que es un caso concreto de ocultación de la verdad.

   La bondad moral del secreto se demuestra por la obligación que tienen de guardarlo aquellos a los que se les ha confiado.

Es el caso, p. ej., del secreto profesional.

A. Definición y división del secreto

   El secreto es todo aquello que, por su misma naturaleza o por compromiso, exige la obligación de mantenerlo oculto. Puede ser:

a) natural: cuando deriva de la naturaleza misma del asunto; p. ej., el que conoce una falta grave del prójimo, los secretos de familia, etc.;

b) prometido: cuando después de conocer algo se hace la promesa de no revelarlo. Corresponde al deber de fidelidad;

c) confiado: cuando antes de conocer algo se promete no contarlo.

B. Obligaciones respecto al secreto

   Las obligaciones con respecto al secreto son las siguientes:

1) No es lícito sin causa justa, averiguar secretos ajenos, p. ej., es pecado abrir cartas ajenas, registrar muebles, escuchar ocultamente, presionar a alguien para que nos cuente algo, etc.

   Cuando haya razones graves, no sólo es lícito sino incluso obligatorio, averiguar secretos ajenos. Pero los medios que para ello se utilicen deben ser, como es obvio, siempre lícitos (sin mentir, sin maltratar, etc.).

2) El secreto natural obliga por estricta justicia, gravemente en materia grave y levemente en materia leve.

P. ej., peca el empleado que revela los secretos de la industria en la que presta sus servicios, el que propaga defectos ocultos del prójimo, etc.

3) El secreto prometido obliga no por justicia sino sólo por fidelidad, y su divulgación generalmente no pasa de pecado leve, a no ser que se perjudique a alguien.

4) El secreto confiado obliga más estrictamente que el secreto natural, de suyo gravemente, a no ser por la insignificancia de la materia.

   Bajo la obligación de guardar este secreto se encuentran todos aquellos que conocen algo en razón de su ejercicio profesional: el médico, el abogado, el hombre de Estado y -con mayor rigidez que ninguno- el sacerdote en el fuero sacramental.

La obligación de guardar un secreto desaparece:

1) cuando el hecho ha llegado a ser público;

2) cuando legítimamente se presupone la autorización del que nos lo confió; p. ej., para librarlo de un mal grave;

3) cuando se trata de evitar un daño grave a la sociedad, pues el bien común est por encima del particular.

C. Sociedades secretas

   Como corolario a este apartado, trataremos el caso de los grupos, sectas o asociaciones, formados con distintos fines, que utilizan el secreto y el misterio para desarrollar mejor sus actividades y conseguir sus objetivos.

   Desde una perspectiva moral, se entiende por sociedad secreta aquella sociedad que no es conocida por quien tiene el derecho de conocerla, es decir, que priva a la autoridad o a la sociedad en su conjunto, del conocimiento al que tienen derecho. No lo es, en cambio, aquella que informa debidamente de sus actividades, fines, etc., aunque a la vez se defienda de intromisiones indebidas.

   Característica fundamental de las sociedades secretas, además del secreto y del misterio, es el empleo de ritos de iniciación más o menos aparatosos solemnes y complejos, que suelen incluir un juramento, expresión de lazos de unión fuertemente anudados bajo una fórmula juramental. Este juramento de secreto y de ayuda mutuos es uno de los principales atractivos que impulsan a hacerse miembro de una sociedad secreta. Otra de las motivaciones es la creencia de que, al pertenecer a una sociedad secreta, se obtiene un poder protector o de acción.

   El Magisterio de la Iglesia precisó que por sociedades secretas habrán de entenderse aquellas que “exigen de sus miembros un secreto total, que a nadie debe manifestarse, y les piden una obediencia omnímoda a jefes ocultos, corroborada mediante juramento” (Dz. 1861).

   Tales asociaciones están prohibidas a los fieles bajo pecado grave.

   La Santa Sede, expresamente, prohíbe la pertenencia a la masonería (cfr. Dz. 1859; AAS 73 (1981), 230-241; AAS 76 (1984), 300; etc.), por considerarla como sociedad secreta tipo, que atenta contra la religión y es subversiva hacia el poder legítimo de la sociedad civil. Caerían también bajo la denominación de sociedad secreta el movimiento racista y protestante Ku-Klux-Klan, movimientos terroristas independientes como el Mau-mau en Kenia, los Tupamaros en Uruguay, el IRA en el Ulster, etc.

 LA FIDELIDAD

   La fidelidad es la virtud moral que inclina a la voluntad a cumplir las promesas hechas (cfr. S. Th., II-II, q. 110, a. 3).

   Al igual que la veracidad, es una virtud indispensable en la vida social sobre ella descansa el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones en la vida pública, etc.

   La fidelidad es un compromiso que se contrae con otro, que compromete la conciencia, porque el no cumplimiento de lo prometido puede acarrear un daño, incluso grave, al prójimo que se comporta confiado en la palabra recibida.

   Un caso particularmente importante de fidelidad a Dios es el referente a la propia vocación y las obligaciones que comporta, ya que de la eficaz respuesta a la llamada divina dependan multitud de bienes para la Iglesia y para las almas.

   La infidelidad en materia grave y, sobre todo, cuando está de por medio un contrato, es un forma de mentira, además de una injusticia.

 LA FAMA

 CUIDAR Y DEFENDER LA BUENA FAMA

   Por fama se entiende la buena o mala opinión que se tiene de una persona. Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho a su buen nombre.

   Los obispos de América Latina han enseñado recientemente que todo hombre y toda mujer, por más insignificantes que parezcan, tienen en sí una nobleza inviolable que ellos mismos y los demás deben respetar y hacer respetar sin condiciones: que toda vida humana merece por sí misma, en cualquier circunstancia, su dignificación (...). A reivindicar tal dignidad nos mueve la revelación contenida en el mensaje y en la persona misma de Jesucristo (III Conf. del CELAM, Documento de Puebla, nn. 316 y 317).

   Durante el juicio ante el Sanedrín, un siervo del sumo sacerdote dio una bofetada a Jesús, que respondía a una pregunta de Caifás; y el Señor se defendió: si hablé‚ mal, muéstrame en qué, y si bien ¿por qué me pegas? (Jn. 18, 23).

   Jesús nos dio ejemplo de cómo hay que defender la buena fama cuando nos atacan injustamente.

   La difamación del prójimo constituye un pecado contra la justicia estricta, que obliga a restituir.

 PECADOS CONTRA LA BUENA FAMA DE LOS DEMAS

   Se puede atentar contra la buena fama del prójimo:

sospecha temeraria

- con el pensamiento:

juicio temerario

detracción (murmuración, calumnia)

- con la palabra susurración

falso testimonio

A. Pecados de pensamiento

a) La sospecha temeraria consiste en dudar interiormente, sin fundamento suficiente, sobre las buenas intenciones de los demás, inclinándose a tener como cierto un pecado del prójimo.

   Si alguien inesperadamente, realiza una buena acción y pienso “me parece que trata de engañar”, cometo el pecado de sospecha temeraria.

b) El juicio temerario es el asentimiento firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente.

   Si alguien hace un acto de generosidad y me digo “ahí está ése, haciéndose el bueno”, pero realizando un juicio temerario.
  
   El juicio afirma como cierto el pecado ajeno; la sospecha lo supone como probable; ambos son “temerarios” porque carecen de fundamento suficiente; cuando hay motivos, dejan de serlo, y no se imputan como pecados (p. ej., si veo alguien robar no peco de temeridad al juzgarlo ladrón); en los dos casos se trata de pecados sólo de pensamiento, porque si llegan a revelarse sin causa justa a otra persona, el pecado es de especie distinta.

   Las causas de estos pecados son:

la precipitación, que lleva a juzgar sin examinar antes las cosas; la malicia del corazón, inclinado a juzgar fácilmente mal de los demás; el orgullo, que busca en las debilidades ajenas un modo de sobresalir.

   Los principios morales son:

1) El juicio temerario es de suyo pecado mortal contra la justicia, pero admite parvedad de materia.

   Con él se comete una grave injuria al prójimo, que tiene derecho a conservar su buena fama, aun en el fuero interno, mientras no demuestre con sus obras públicas lo contrario.

   Nuestro Señor Jesucristo nos dice expresamente: “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados” (Lc. 6, 37). Las más duras palabras que salieron de su boca fueron precisamente para aquellos que se erigían en jueces de los demás: los fariseos. De aquí la importancia de evitar todo tipo de críticas interiores.

   De especial importancia es el no formular juicios de personas e instituciones que merezcan respeto, particularmente de la Iglesia, de los propios padres, de los superiores, etc.

2) La sospecha temeraria es ordinariamente pecado venial, porque no es un acto firme, ni despoja propiamente al prójimo de su fama. Su malicia moral depende: de la proporción entre los motivos reales conocidos para sospechar, y la firmeza de la adhesión moral; de la magnitud del mal que se achaca al prójimo.

   En general, debemos abstenernos de juzgar la intención de los actos ajenos, que sólo Dios conoce. Y cuando por motivos legítimos tengamos que juzgar, nuestra opinión debe ser prudente, caritativa y limitada a los actos externos.

B. Pecados de palabra

a) La detracción es la difamación injusta del prójimo, que se puede realizar mediante la murmuración y la calumnia.

   Ha de ser injusta, de modo que no habrá detracción si la fama sufre menoscabo injustamente; p. ej., actúa justamente quien dice haber visto a tal ladrón que acaba de robar.

   La detracción puede adoptar las formas de murmuración o de calumnia.

- La murmuración consiste en criticar y revelar sin justo motivo los defectos o pecados ocultos de los demás.

   Cuando la falta es pública, este hecho le quita a quien la cometió el derecho a conservar la fama; derecho que tienen, sin embargo, mientras su pecado permanezca oculto.

   Sin embargo, aun cuando la falta sea pública, si no existe justo motivo tampoco hay razón para la crítica, pues la fama ya de suyo deteriorada se menoscabaría todavía más. P. ej., aun cuando sea patente la corrupción o la ineptitud de ciertas personas, no se ha de criticar por el solo hecho de hacerlo, pues se carece de motivo justo.

- La calumnia consiste en imputar a los demás defectos o pecados que no tienen o han cometido.

   También se puede cometer este pecado exagerando notablemente los defectos verdaderos de nuestro prójimo.

   La detracción es de suyo pecado grave, pero admite parvedad de materia. La razón es la ya dicha: el hombre tiene derecho estricto a su fama y, sin una causa justa, no se le puede quitar. La gravedad del pecado de detracción se mide por:

la importancia de lo divulgado.

el daño causado, no sólo en la reputación del prójimo, sino también porque le cause grave contrariedad y tristeza;

la condición del murmurador, una persona con autoridad, p. ej., causa más daño al murmurar que otra ligera y charlatana;

la condición del difamado, porque no es igual decir que un compañero es un mentiroso, que decirlo del profesor.

   El que injustamente lesiona la fama del prójimo, tiene obligación de repararla cuanto antes, y ha de reparar igualmente los daños que por esa difamación hayan venido.

   El fundamento de esta reparación es común al de todas las lesiones de la justicia: hay obligación de restituir al prójimo lo que le pertenece y le fue arrebatado injustamente.

   El modo de reparar es variado:

Si se trata de una calumnia, no hay otra solución que desdecirse de ella, aunque esta confesión le quite buena fama al calumniador. Si se calumnió por escrito, hay que restituir de la misma forma; p. ej., una noticia calumniosa en el periódico se repara poniendo una aclaración, al menos de igual tamaño y en páginas equivalentes a las que se puso la calumnia.

Si se trata de una simple murmuración, el murmurador no puede retractarse de sus palabras, pues son verdaderas, pero tiene obligación de devolver la fama del mejor modo posible; p. ej., alabando alguna virtud del difamado.

b) La susurración consiste en referir a una persona los conceptos desfavorables que otra expresó sobre ella, para fomentar la discordia entre las dos.

   Puede referirse también a grupos de personas; p. ej., una familia contra otra.

   Es un pecado grave contra la caridad, aunque admite parvedad de materia. El pecado es tanto mayor cuanto m s íntima y necesaria es la amistad o unión que liga a esas dos personas:

así, es pecado muy grave sembrar la discordia entre esposos, entre los padres y los hijos, etc.; por el contrario, no es pecado, sino más bien un acto de caridad, tratar de disolver una mala amistad, un concubinato, etc.

c) El falso testimonio consiste en atestiguar delante de los jueces una cosa falsa. Supone un triple pecado, porque en realidad es:

1) una mentira que contiene dos agravantes:

2) perjurio: por la violación de un juramento, e

3) injusticia: por el daño injusto que se irroga al prójimo declarando contra él.

   El falso testimonio en juicio es pecado grave y, como toda injusticia, conlleva la obligación de reparar los daños que de ella se sigan.

 EL HONOR

 NATURALEZA
 
   Todo hombre, en virtud de su dignidad natural de ser racional creado a imagen y semejanza de Dios, tiene derecho al aprecio de sus semejantes. El honor es precisamente el testimonio exterior de la estima que se tiene a los demás hombres.

 PECADOS CONTRA EL HONOR DEL PROJIMO

   Este derecho de toda persona al respeto de su honor se quebranta con los pecados siguientes:

A. La injuria o contumelia, que es un insulto sin justicia hecho en presencia del ofendido, ya con palabras, ya con actos.

Su gravedad se mide:

1) por la dignidad del ofendido, y

2) por el grado de ofensa y malicia que tiene la injuria.

   Se distingue de la detracción porque ésta atenta a la fama del prójimo ausente, y la contumelia al honor del prójimo presente. El ofensor est obligado a reparar el daño causado públicamente si la falta fue pública, y de acuerdo con la dignidad del ofendido. Cesa esa obligación de reparar:

1) por perdón del injuriado, o bien,

2) por venganza que éste se tomó, o

3) por pena impuesta en juicio.

B. La burla es un modo de echar en cara al prójimo sus defectos para avergonzarlo ante los demás.

   Es necesario refrenar con esmero la lengua porque es un mal difícil de reprimir y llena de veneno mortal; es pequeña pero de tremendo alcance (Sant. 3, 5).

   El burlón no trata de injuriar a los demás, sino de ponerlos en ridículo, por lo que es un pecado menos grave que la detracción o la contumelia. Sin embargo, puede agravarse por:

1) el mayor desprecio o humillación que pueda entrañar;

2) el objeto de la burla: cosas sagradas, instituciones de la Iglesia, los padres o superiores, etc.

 COOPERACION A ESTOS PECADOS

   No sólo se falta al octavo mandamiento con la palabra y la mente, sino que también hay pecado de oído. Escuchar con gusto la calumnia y la difamación, aunque no se pronuncie ninguna palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas: se coopera al pecado ajeno.

  Si nuestro placer al escuchar se debe a mera curiosidad, la falta es leve. Pero si nuestra atención est motivada por odio a la persona difamada, el pecado podría llegar a ser mortal.

   El deber, al escuchar que la fama de alguien es atacada en nuestra presencia, es cortar la conversación, o, por lo menos, mostrar con nuestra actitud que aquel tema no nos interesa.

   Cooperan a la difamación, aunque en distinto grado, el que induce a otro a murmurar; el superior que no impide la murmuración sobre el súbdito; cualquiera que, aun desagradándole el pecado de detracción, por temor, negligencia o verguenza, no rechazara al calumniador.

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(Parroquia San Martìn de Porres)