BEATO NARCISO PASCUAL PASCUAL
6 de diciembre
1936 d.C.
Nacimiento y primeros pasos
Narciso nace el 11 de agosto de 1917 en Sarreaus de Tioira (Orense),
cuna de celosos misioneros paúles. Sus padres, Juan Antonio y Pilar,
celebraron fiesta el día del nacimiento de su hijo, a quien llevaron
a bautizar al día siguiente a la parroquia de Tioira. Con el baño
del segundo nacimiento, la renovación por el Espíritu Santo
y con la fuerza de los otros sacramentos que fue recibiendo al poco tiempo:
la confirmación el 15 de octubre de 1920; la penitencia el 14 de agosto
de 1924, y la eucaristía al día siguiente, fiesta de la Asunción
a los cielos de Nuestra Señora la Virgen María, Narciso quedó
regenerado y fortalecido para la vida presente hasta que dio testimonio fiel,
con derramamiento de sangre, en 1936. Su fidelidad, fruto del Espíritu,
se alimentaba de la fe sencilla recibida en el bautismo y heredada de su
familia.
La cercanía de Sarreaus de Tioira con el Santuario de
Nuestra Señora de los Milagros, del Monte Medo, atraía por
entonces muchas vocaciones a la Congregación de la Misión.
Por el Santuario habían pasado excelentes misioneros, predicadores
de la Palabra de Dios, procedentes de distintos lugares de España,
que suscitaban una santa envidia en los aldeanos orensanos, hambrientos de
cultura y religión. A eso se debe que Narciso, a la edad aproximada
de 14 años, pidiera entrar en la Escuela Apostólica de Los
Milagros. Aquí cursó los dos primeros cursos de humanidades.
Pero viendo que el estudio se le hacía cuesta arriba, decidió
dejar las letras y dedicarse como Hermano de la Congregación a las
labores manuales a que acostumbraban, por lo regular, los Hermanos. Decidido
a no resistir más la voz interior que le llamaba a dejar padre y madre
y hermanos, siguió a Jesús, trabajador de Nazaret. Su hermano
menor Pedro ocuparía el puesto dejado por Narciso, ingresando en la
Congregación de la Misión como clérigo en 1947 y alcanzando
el sacerdocio en 1955.
La decisión tomada por Narciso no le privó de
ir con sus compañeros de los Milagros al Colegio Central Apostólico
de Guadalajara, para completar su formación y ser admitido en
el «postulantado», previo a la entrada del Seminario Interno,
según consta en el libro de comunidad de la antigua residencia de
Guadalajara ya desaparecida. Tres meses le bastaron para confirmarse en su
decisión de ser Hermano participando del mismo espíritu misionero
que los aspirantes al sacerdocio. Su dedicación a los trabajos que
se le confiaran guardaban relación con la cocina, el comedor y la
atención a la portería, ocupaciones que pusieron de manifiesto
su bondad y amabilidad, y su hondo sentido de la responsabilidad, paciencia
y espíritu de servicio. Tal comportamiento movió a los superiores
a darle el paso al Seminario Interno, donde tendría tiempo para madurar
su vocación de Hermano en la Congregación de San Vicente de
Paúl.
Miembro de la Congregación de los misioneros paúles
Terminado el postulantado, los superiores de Guadalajara lo
consideraron, en efecto, maduro para enviarlo al Seminario Interno, ubicado
en Hortaleza (Madrid), acto que tuvo lugar el 26 de noviembre de 1933, víspera
de la celebración de las Apariciones de la Virgen Milagrosa. Le recibieron
con los brazos abiertos el entonces superior P. Higinio Pampliega y el director
de novicios P. José María Aparicio, que pronto descubrieron
en el recién ingresado actitudes excelentes para ser un buen Hermano
de la Congregación y de la comunidad local. Narciso contaba con gran
habilidad para solucionar problemas prácticos relativos a la buena
marcha de la casa: arreglo de puertas y ventanas, atascos de cañerías,
problemas de grifería, etc.
Con el Hno. Pascual habían ingresado para Hermanos, a
lo largo del año 1933, otros cinco más, de los cuales dos eran
de su mismo pueblo. Ellos se animaban entre sí, y, en privado, «falaban
galego», porque en público estaba prohibido, lo mismo que el
euskera. Los actos de formación y de piedad eran comunes a los aspirantes
al sacerdocio y a los Hermanos. Todos recibían la misma atención
espiritual y vicenciana por parte de los superiores y directores, salvo en
lo específico de sus misiones correspondientes. Entre unos y otros
sumaban un total de 42 seminaristas: 36 clérigos y 6 Hermanos. El
director P. Aparicio insistía delante de los clérigos y hermanos
que debían quererse, al decir de San Vicente, «al modo de amigos
que se quieren bien» y vivir harmoniosamente unidos en la oración
y en el trabajo.
A la vista de todos estaba la devoción del Hno. Pascual
a la Virgen María, aprendida ya en Los Milagros; sus prácticas
piadosas marianas destacaban durante el Seminario, como también en
los años futuros, estando en Cuenca y en Guadalajara. A Ella se encomendaba
en los momentos de apuro y desasosiego. A falta de otros ejercicios de piedad,
el rezo del rosario suplía diariamente otras formas de manifestar
su devoción a la Madre de Dios. Añádase su amor a la
Eucaristía, inseparable de la devoción a la Madre de misericordia,
esperanza nuestra. Con frecuencia se le veía desgranando las cuentas
del rosario delante del Santísimo Sacramento. Consta que frecuentaba
las visitas al Santísimo, señal e índice de su amor
al Señor. Tal era la piedad mariana y sacramental que distinguía
a este Hermano sencillo, trabajador, callado y efectivo en sus tareas.
No había terminado aún el tiempo reglamentario
del Seminario Interno en Hortaleza cuando fue enviado a Cuenca, a mediados
de 1935, al Seminario de San Pablo, donde estaban congregados los estudiantes
de teología. En Cuenca completó el tiempo de los dos años
de prueba o de Seminario Interno que le faltaba. En Cuenca emitió
los votos el día de la fiesta de la Virgen de la Medalla Milagrosa,
el 27 de noviembre de 1935, fecha elegida por el mismo Hno. Narciso. La ceremonia
litúrgica fue solemnizada por los estudiantes teólogos, siendo
testigo el superior P. Julián Morales que celebró la Eucaristía.
La velada cultural dedicada al Hno. Pascual por los estudiantes,
en el día de su emisión de votos, le hizo saltar lágrimas.
Cortado por la emoción, el Hno. cedió la palabra al superior
de la casa, para que agradeciera, en su nombre, a toda la comunidad las oraciones
y muestras de afecto que habían tenido con él. Parte de ese
día, el Hno. Narciso no acertaba a salir de la capilla. En un papel
encontrado dentro de un cuaderno personal suyo dejó escrito que el
Señor le había concedido muchas gracias a lo largo de su vida,
pero sobre todo el poder hacer los votos en un día tan señalado
para la Congregación, motivo por el que “no me cansaré de agradecer
al Señor sus beneficios conmigo”.
“Si me matan, muero por Cristo y por salvar a la Patria”
Entrado el año 1936, densos nubarrones persecutorios
cubrieron la capital conquense y el seminario de San Pablo, tanto que el
1 de mayo de dicho año, fiesta del obrero, habían llegado a
la comunidad amenazas serías por parte de elementos izquierdistas.
Urgentemente, la comunidad recibe aviso de que dejen, por orden gubernativa,
el seminario y huyan con la mayor rapidez posible a otro lugar más
seguro. Ante tantas amenazas y avisos, el superior de la comunidad, P. Julián
Morales, da orden de salida a todos los ocupantes del Seminario.
Al día siguiente, de madrugada, todos, vestidos pobremente,
subían al tren con dirección Madrid- Pamplona y Murguía
(Álava), todos menos uno, el Hno. Pascual, que habiéndose refugiado
en casa de una familia amiga, permaneció en la ciudad. Al día
siguiente, se dirigió al Seminario, para ver en qué habían
terminado las amenazas. En el camino le dijeron que sus compañeros
de comunidad acababan de salir, aprovechando la oscuridad del amanecer. Los
Seminaristas de Hortaleza habían hecho lo propio, huyendo hasta Tardajos
(Burgos). En poco tiempo se produjo un gran dispersit de las casas de formación
ante el temor de ser sorprendidos por los revolucionarios y perseguidores
y acabaran con todos los aspirantes al sacerdocio.
Desistió entonces el Hermano de proseguir su camino y
se dirigió al Hospital de Santiago y poco después a la Casa
Beneficencia, donde pudo disfrazarse con el traje de los asilados; con un
ojo vendado, para más disimulo, enderezó sus pasos al Palacio
Episcopal donde se refugió. Las Hijas de la Caridad, responsables
de esos dos centros, le ayudaron a disfrazarse. En el Palacio Episcopal
escribió una carta a sus padres, el 5 de mayo de 1936, que expresaba
al vivo su personalidad cristiana, valiente y decidida: “Me encuentro muy
bien y sin novedad. A mí no me pasó nada, gracias a Dios. Los
estudiantes, Padres y demás Hermanos se marcharon a Madrid y hoy me
dicen que se marcharon a sus casas la mayor parte de ellos. Yo me he quedado
solo en Cuenca, sin novedad y muy contento. Yo si quisiera marchar, podría.
Pero no tengo gana de marcharme, y estoy contento”.
A continuación de la citada carta, el Hno. Narciso manifestaba
sus excelentes disposiciones para el martirio: “Supongo que no pasará
nada. Pero si llega a pasar, Vds. no tengan pena, pues yo, si me matan, muero
por Cristo y por salvar a la Patria. Yo nada más quiero que Vds. no
tengan pena por nosotros, pues nosotros estamos bien. Yo no tengo miedo a
nada de eso que se dice. Estoy dispuesto a todo, porque si morimos, morimos
por la fe de Cristo y confesando a Cristo, y por nuestra amada Patria, en
defensa de su santo ideal; y así nos salvaremos. Lo que les pido es
que no se preocupen de nosotros, y que no tengan pena”. Tales eran los sentimientos
que embargaban a la gran mayoría de los futuros mártires, dispuestos
a todo con tal de confesar su fe y amor a Cristo y a su amada comunidad.
No obstante haber escrito que no quería marchar de Cuenca ni abandonar
su refugio del Palacio Episcopal, lo cierto es que, al cabo de muy poco tiempo,
para mayor seguridad llegó a la Casa Central de Madrid ante el temor
de exponerse imprudentemente a la muerte. Los Superiores Mayores, residentes
en Madrid, pensaron entonces que lo más conveniente era que fuese
a Valdemoro a descansar y recuperar las fuerzas perdidas, pues se le veía
agotado y consumido de tantos sustos y huidas precipitadas. Y a Valdemoro
se fue con el hatillo al hombro, ligero de equipaje.
Recuperado físicamente, los Superiores le envían de nuevo a
su antigua residencia de Guadalajara, donde había hecho el postulantado,
con la sana intención de que olvidara los malos tragos pasados en
Cuenca y cuidara materialmente de la comunidad; pero no le fue mejor en Guadalajara,
donde cayó prisionero con sus compañeros de comunidad y murió
fusilado, el 6 de diciembre 1936. Tenía 19 años y le acompañaba
un cuerpo resistente y una voluntad de hierro para trabajar y hacer el bien.
Hoy gozan juntos de la bienaventuranza eterna.
Aunque los testimonios a favor del Hno. Pascual son restringidos, ya que
al llevar poco tiempo en Guadalajara, la gente apenas si le conocía,
no faltan, sin embargo, testigos que le ponen de ejemplo por su abnegación
y espíritu de trabajo en la casa y en la cárcel, trabajando
incluso en la cocina para servir a sus hermanos en desgracia. Cuantos quisieron
identificar su cadáver no lo lograron, lo mismo que al P. Vilumbrales.
Seguramente ambos fueron reducidos a cenizas, pues el número de cadáveres
superaba los cálculos de los enterradores de la dehesa de Chiloheches.