BEATO LUIS AGUIRRE BILBAO
1936 d.C.
30 de julio



Infancia accidentada y juventud alegre

   Necesitaríamos disponer de la luz que viene de lo alto para esclarecer la sencillez y pulcritud interior que hermoseó el alma de Luis Aguirre, alma selecta, angelical, que no sufrió mancha ni borrón que desfigurara la presencia de Dios durante su ruta terrestre, de veintidós años. Luis, hijo de Pedro y María, nació en Munguía (Vizcaya) el 19 de agosto de 1914, año de la declaración de la guerra europea (1914-1928).

   El mismo día de su nacimiento recibió el bautismo por temor a que muriera antes de renacer por el agua y el Espíritu. Siendo muy niño, quedó huérfano de padre y madre, privado del afecto, cariño y seguridad que requieren los pequeños. Sin embargo la pena de haber perdido a sus padres en edad temprana no dejó huella dolorosa en su persona y menos en su comportamiento.

   Era alegre por temperamento y gustaba jugar con muchachos de su edad. Tenía además un hermano, poco mayor que él, con quien compartía la misma suerte desgraciada de la orfandad. Ambos se consolaban y animaban, aceptando el designio de Dios sobre sus vidas. Una cosa es decirlo y otra comprobar la soledad de cada día que envolvía a los dos hermanos, a quienes se les veía juntos jugando y correteando por el pueblo, para ahuyentar la tristeza de haber perdido a sus padres, que les perseguían como la sombra.

   El municipio de Munguía gozaba del derecho de colocar a los niños huérfanos en el internado del Hospital-Asilo de Guernica y allí llevaron a los dos hermanos, hacia 1919. Ya por entonces las Hijas de la Caridad, de cuyo servicio dependía casi toda la Beneficencia española, lo recibieron con el cariño de unas madres responsables y sabedoras de las penas y dolencias por las que atraviesan los niños que apenas han conocido a sus progenitores. Cuando a Luis le llegó la edad de hacer la Primera Comunión, según declaración de él mismo, alguno de sus familiares le llevó a la parroquia de Munguía, para celebrar en familia la fiesta, lo que supuso un gozo grande para él el poder encontrarse sacramentalmente con Jesús, además de disfrutar de la compañía de sus amigos de infancia.

“Ya tengo mi medalla, ya tengo mi medalla”

      No era de extrañar que las Hermanas quisieran a Luis porque era un niño noblote y pacífico, contrario a peleas, discusiones y enfados, y siempre dispuesto a hacer favores. Al lado de las Hijas de la Caridad aprendió las primeras letras y a ejercitarse en trabajos manuales. Referían las Hermanas que Luis rezaba el rosario a diario con ellas en la capilla y ayudaba de modo particular a la Hna. Cocinera, quien le mandaba hacer recados y a trasladar muebles, dentro de casa, de un lugar a otro, sabiendo que a él le gustaba y era dócil y pronto para hacer los encargos. El ir a la capilla a rezar con las Hermanas le salía espontáneo.

   Aspiraba con ilusión a llevar colgada del cuello una medalla de su santo patrón San Luis Gonzaga, de quien había oído hablar y deseaba ser como él: sencillo, piadoso, obediente y limpio de toda mancha de pecado. Un buen día se adelantó a pedir a las Hermanas esa medalla que tanto ansiaba. Las Hermanas se la compraron y regalaron con la condición de que no lo dijese a nadie, pero fue tan grande la satisfacción que sintió, que provocó de manera incontenible un estallido espontáneo de alegría, delante de sus compañeros: “Ya tengo mi medalla, ya tengo mi medalla”.
          

“Quiero ser Hermano paúl”

   Cumplidos los catorce años, ingresó en un taller de Guernica, para aprender el oficio de chofer-mecánico, ya que los estudios se le hacían cuesta arriba. Con quince años cumplidos, manifestó deseos de ingresar en la Congregación de San Vicente de Paúl como Hermano; algunos familiares suyos se opusieron a que siguiera esa vocación. Pero él lamentó tal postura y repuso: “El oficio que tengo no me llama; quiero ser Hermano paúl”, voluntad que sostuvo hasta su ingreso en el Seminario Interno, el 29 de junio de 1931. Era director del Seminario el P. José María Aparicio, que le recibió con los brazos abiertos, explicándole los oficios que acostumbraban a hacer los Hermanos en la comunidad.

   Dos meses antes, el Rey Alfonso XIII había abandonado el país y comenzaba la IIª República Española. Los ambientes políticos, sociales y religiosos se enrarecían cada día que pasaba, amenazando la paz nacional y recrudeciendo los ataques a la religión católica, con los consiguientes saqueos e incendios de templos y conventos. No obstante, el ambiente nacional que se respiraba no fue obstáculo para que el H. Aguirre se entregara con alegría al desempeño del oficio que el P. Aparicio le había encomendado y del que él mismo le daba cuenta rigurosa.

   Aparte las clases de formación dedicadas a los Hermanos durante el tiempo de Seminario Interno, suponemos con fundamento que el Hno. Aguirre estudiaría el libro titulado Espejo del Hermano Coadjutor, en el que podía encontrar trozos selectos de exhortaciones, avisos y cartas de San Vicente de Paúl concernientes a los Hermanos, así como la vida ejemplar del Hno. Alejandro Veronne, contemporáneo del fundador, y de otros hermanos modelos de virtud y trabajo. El camino de la sencillez evangélica fue el camino elegido por el Hno. Aguirre, a quien le fue revelada la sabiduría del Reino de Dios, sabiduría oculta a los sabios y entendidos de este mundo. Llegó a saber, en la práctica, que en el servicio a Dios y al hombre consiste el gozo pleno y verdadero.

   Transcurridos los dos años reglamentarios de Seminario, emitió los votos perpetuos, el 30 de junio de 1933, ante el superior del Seminario P. Quintín Alcalde. Con la mejor de las disposiciones y con el fervor todavía ardiente de haberse dado a Dios, para seguir a Jesús sencillo, humilde y trabajador, se encaminó hacia Alcorisa, con paso alegre. Allí le esperaba una comunidad ejemplar, de la que él sería el más joven y más sumiso a la misión de servir en el Colegio Apostólico. Su devoción y fervor eran edificantes. Un cohermano testificó de él que “estaba siempre pronto y dispuesto con una sonrisa angelical a lo que se le mandara”.

“Que hay que morir por defender la fe, allá vamos”

   Con la promulgación de la IIª República española, el 14 de abril de 1931, el ambiente religioso se hizo casi irrespirable; en mayo comenzaba la quema de conventos. La revolución de Asturias (1934) había dado ya a la Congregación sus primeros frutos martiriales. Impresionado por los acontecimientos nacionales, el Hno. Luis escribía a su hermano mayor el 21 de abril de 1936: “Ahora vivimos al revés porque todos los criminales están fuera, y los inocentes en prisión. ¿Qué fin tiene eso de quemar las iglesias, conventos y arrojar las Sagradas Formas por los suelos y hacer todos los sacrilegios que han hecho en muchas partes, de sacar todos los santos fuera y prenderlos fuego?.. Necesitamos oraciones y sacrificios por nuestra patria. Ponernos en manos de Nuestro Señor; que sea lo que Él quiera, y prepararnos para una buena muerte; que hay que morir por defender la fe, allá vamos, no hay más remedio”.

   Como confirmación de lo escrito, manifestó a una Hermana del Colegio de Alcorisa, a sor Concepción Gutiérrez Vadam, que todos los días él y otro Hermano de la comunidad, sin duda el Hno. Felipe Barbero, se leían mutuamente la recomendación del alma, ante el peligro que corrían, añadiendo resueltamente que él no tenía miedo a morir. Un compañero suyo de comunidad, el P. Pedro de la Cerda Cámara, confirmaba el talante del Hno. Aguirre: “Siempre se le veía contento y sonriente y era tal la delicadeza de su caridad que cautivaba con su trato a cuantos hablaban con él”. Otros testigos aseguran que era «noble, alegre, bondadoso y afable». Su alegría contagiaba a cuantos trataban con él. Su fortaleza se manifestó en los últimos momentos, aceptando con resignación y valor a la vez, los acontecimientos”. “Gozaba de toda la confianza de Padres y Hermanos”.

   El 29 de julio, mientras estaba todavía la comunidad celebrando la fiesta de Santa Marta, patrona de los Hermanos, recibieron confirmación de que los comunistas andaban sueltos y vociferando dentro de Alcorisa. Por temor a verse sorprendidos y apresados, la reunión se disolvió precipitadamente. Ante la disyuntiva de huir o quedarse en el Colegio-Seminario, el Hno. Aguirre, junto con el P. Velasco, a quien se había confiado espiritualmente desde el principio, optaron por quedarse, mientras el resto escapaba del peligro amenazador. Poco antes se habían despedido todos con un fuerte abrazo fraternal. Sólo ellos dos, el P. Fortunato Velasco y el Hno. Luis Aguirre, los más jóvenes de la comunidad, se quedaron en casa esperando ver cómo se desarrollaban aquellos trágicos sucesos y tratando de hacer algo por el bien material y espiritual del pueblo y por la custodia del Seminario. El sentido de responsabilidad les mantuvo unidos en el cumplimiento de su deber.

   Una vez que los milicianos se hicieron dueños del pueblo, del ayuntamiento y escuelas, que les servirían para encarcelar a los «fascistas» -como ellos llamaban a los curas y católicos comprometidos-, encaminaron sus pasos hacia la residencia de los PP. Paúles. Plantados con fusiles, golpearon brutalmente las puertas del Seminario. El P. Velasco y el Hno. Aguirre salieron a recibirlos y atenderlos con la máxima educación y respeto, aunque no se lo merecieran. Tras haberse enfrentado aquellos forajidos contra los dos humildes moradores del Seminario, les obligaron con empujones y amenazas, a que les acompañaran en el registro de la casa. Se supo ya entonces que hicieron mil destrozos y tirotearon en la iglesia las sagradas imágenes, objeto de veneración por parte del pueblo y de los apostólicos.

   Inmediatamente después del registro tuvo lugar el apresamiento y martirio del Hermano, según el P. Velasco que, en carta autógrafa desde la cárcel de Alcorisa, con fecha 30 de julio de 1936, escribía al joven apostólico Manuel Herranz: “Ayer tarde, después de llegar las milicias, huyeron todos menos Aguirre y yo. Al llegar las milicias nos entregamos, registraron la casa delante de nosotros, hicieron mil destrozos. Al salir, me parece que le mataron, según me han confirmado hoy”.

   Así fue, tal y como dejó escrito el P. Velasco al joven apostólico Manuel Herranz. Los hechos se sucedieron en un abrir y cerrar los ojos, sin que tuvieran tiempo de despedirse hasta la eternidad. Apresado el padre y llevado aparte, se encararon con el Hno. Aguirre, que trató de aclarar, con la sonrisa en la cara, que nada injurioso había cometido para que le trataran de esa manera y le condenaran a muerte. Pero los amigos de la persecución religiosa, sedientos de sangre sacerdotal y sordos a las explicaciones del inocente Hermano, le hicieron ponerse de rodillas en la plazuela, ante la fachada del Colegio-Seminario, con los brazos en cruz, y sin tardar un minuto más le dispararon el tiro de gracia. Poco antes de sentir el golpe de la metralla, Aguirre levantó la voz diciendo: “Si tengo que morir, muero por Dios y por España”. Los marxistas le intimaron a que gritara: “¡Viva el comunismo!” Pero el Hermano gritó con más fuerza: “¡Viva Cristo Rey!”

   El grito de los fieles seguidores de Jesús confirma que “Cristo Rey era la voz de la libertad, de la resistencia a la violencia y a la persecución republicana, que había jurado dar muerte a la Iglesia; por el nombre de Cristo Rey derramaron su sangre miles de mártires, como negación a los «vivas» a la República, a Rusia, o al comunismo, que exigían los verdugos para salvarles la vida”. En estos términos prestaron más tarde declaración los testigos, con entera libertad. Pero el Hno. Aguirre no entendía de otra salvación de la vida que no fuera la salvación alcanzada por Cristo para todo el que creyera y confesara su nombre de Salvador.

   Con esta confesión de fe sellaba con sangre el Hno. Luis Aguirre su vida humilde, sencilla y trabajadora. Dios le había revelado la verdadera sabiduría que consiste en el amor, motor primero de la fe y esperanza. ¿Dónde quedaba aquella timidez de niño? Había sido transformada en valentía y fortaleza por la gracia del Espíritu. En la vida y en la muerte fue del Señor. ¡Qué hermoso es imaginarse que con su ángel custodio, siempre a su lado en la tierra, voló raudo al cielo, para gozar de Dios cara a cara, tras haber dado testimonio de fe y amor a su Hijo, Jesucristo, y de fidelidad a la vocación misionera!

   Aquella misma tarde del 29 de julio de 1936, precisamente en el día de Santa Marta, patrona de los Hermanos, moría la primera víctima de la persecución religiosa de Alcorisa, émulo del heroísmo de los primeros mártires de la Iglesia. El Hno. Aguirre tenía veintidós años de edad; era el más joven de los misioneros paúles masacrados en la villa. Todos los testigos estuvieron acordes en declarar que fue asesinado en odio a la fe católica y por pertenecer a una Congregación misionera, a la que amaba con alma, vida y corazón.

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(Parroquia San Martín de Porres)