LAS POSTRIMERÍAS DE FERNANDO III EL SANTO



1887. Óleo sobre lienzo. 400 x 750 cm. Virgilio Mattoni de la Fuente. Museo del Prado.

   Mattoni quiso inmortalizar en la pintura que iba a suponer su carta de presentación en la corte, un argumento de la historia de España que tuviera y una especial vinculación con su Sevilla natal, confluyendo en este episodio de los últimos momentos de Fernando III inmediatos a su muerte, ocurrida el 30 de mayo de 1252, elementos tan especialmente estimados por el género histórico como la agonía de un rey español en olor de santidad unida a la poderosa presencia del hecho religioso, teniendo en esta ocasión como marco los Reales Alcázares de la capital hispalense.

   En su agonía, Fernando III acaba de saltar del lecho dispuesto en una sala del recién conquistado alcázar árabe, vestido con un simple camisón blanco y cubierta su cabeza de cenizas, con una que el rey tomó y se echó al cuello, cae de rodillas al suelo con los brazos en cruz sujeto por dos monjes, ante la visión de la Sagrada Forma, que alza en sus manos el arzobispo don Remondo, vestido de pontifical. A los pies del monarca, sobre un delgado cojín, descansan la corona, el cetro y la espada símbolos ya inservibles de su realeza, fielmente copiados de los existentes en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla. En primer término, la reina doña Juana se desploma sobre el almohadón de su reclinatorio, llena de desesperación, mientras la contempla compasiva una de sus damas, arrodillada junto al báculo y la mitra del arzobispo. Al fondo, tras un bello arco polilobulado, se abre una capilla tenuemente alumbrada por dos lámpara de aceite, en la que se adivina un altar con la famosa Virgen de las Batallas, pequeña imagen de marfil que, según la tradición, llevaba siempre el rey Fernando III en el arzón de su silla de montar, y hoy se encuentra también en la Seo hispalense. Junto al muro permanecen arrodillados otros personajes de regia presencia, entre los que podrían identificarse a los infantes don Alfonso, don Juan y don Felipe y a la infanta doña Leonor, cubierta con un velo.

   Quizá el mayor acierto de esta impresionante escena resida fundamentalmente en la enorme tensión dramática conseguida por el artista al disponer su grandiosa composición en un formato tan marcadamente rectangular, situando en sus extremos los elementos protagonistas de su desarrollo argumental, definidos en la frágil y abandonada figura del rey moribundo postrado en el suelo, y la hostia que levanta el arzobispo con una solemnidad intimidatoria y casi amenazante, ante la que el monarca cae rendido, subrayándose con ello la supremacía aplastante de la religión sobre los poderes mundanos, quedando sus símbolos relegados a meros objetos inservibles en el suelo, como de una manera tan gráfica ha pintado Mattoni junto al rey. El manejo efectista de la luz acentúa el carácter truculento del episodio, aunque también proporciona algunos de sus más bellos efectos plásticos en fragmentos como los magníficos juegos de contraluces entre las figuras situadas bajo el palio e iluminadas desde abajo con el cálido resplandor de las velas o las figuras de las regias damas que quedan en sombra en primer término. Junto a ello, Mattoni revela también una indiscutible maestría en su personal visión realista de la escena, resuelta con una maestría pictórica densa con la que modela las vestimentas y rostros de los personajes.


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(Parroquia San Martín de Porres)