Nació
en Rigoitia, provincia de Vizcaya, Obispado de Bilbao. Ingresó
en el colegio-aspirantado de los Trinitarios de Algorta siendo muy
joven y de allí pasó al convento de la Bien Aparecida
(Santander), vistiendo el santo hábito trinitario en 1913.
Emitió los votos simples en el mismo convento en 1914 y los
solemnes en Córdoba en 1918. Cursó los estudios
eclesiásticos de Filosofía y Teología en los
conventos de la Bien Aparecida, Córdoba y La Rambla.
Recibió el sacerdocio en Madrid en 1921.
Sobresalió
durante su vida religiosa en la observancia regular y en el ejercicio
de una profundísima humildad. Fue de pronta obediencia,
cumpliendo inmediatamente cuando ordenaran sus superiores y siempre que
conocía su voluntad, sin que tuviera que recibir órdenes.
Era muy trabajador y practicó los oficios más humildes de
la comunidad con asiduidad, constancia y amor al trabajo. Durante los
años que permaneció como conventual en la casa de Madrid
fue el encargado de las funciones de la iglesia y del culto, al que
atendía con sumo esmero y devoción. “Amante de la
música, tocaba el violonchelo. Por su carácter
pacífico y por su espíritu fiel y laborioso fue muy
estimado en todos los conventos donde vivió.”
El incendio de su
querida iglesia de San Ignacio, el 13 de marzo de 1936, fue un rudo
golpe para su espíritu tranquilo. Tuvo que dejar con otros
Padres la residencia de Echegaray y refugiarse en casa de doña
Francisca Ruiz, insigne bienhechora de la Orden. Al no poder celebrarse
los cultos en la iglesia citada, el Padre Provincial, que era el
mártir Padre Domingo de la Asunción, trasladó al
Padre Juan al Santuario de la Virgen de la Cabeza, donde había
de dar el supremo ejemplo de fortaleza cristiana y del carisma del
martirio, a pesar de su natural tan tímido.
Corrió la
misma suerte de la comunidad del Santuario, como queda referido, al
estallar la revolución de 1936, y recibió hospitalidad en
Andujar en casa del señor Conde de la Quintería. En la
cárcel de Andujar estuvo privado aun de lo más necesario,
amenazado continuamente, y por fin conducido a la cárcel de
Jaén, donde se manifestaron sus virtudes, pidiendo él
mismo ser conducido al departamento de los condenados a muerte, con el
fin de ayudar a bien morir a los que eran destinados a la pena suprema.
Cuando sacaban a éstos, el beato se postraba en cruz en la
escalera de piedra de la cárcel, orando desde la una de la
madrugada hasta las siete de la mañana. Rezaba todos los
días el Oficio Divino y el santo rosario y se confesaba con
frecuencia, ya que en la cárcel había cierta libertad y
llevaba vida de convento. Se realizó en él una gran
transformación interior desde que supo que iba a morir.
Un Tribunal popular condenó al Padre
Juan a veinte años de prisión, pero él no se
defendió y tuvo que sufrir muchas vejaciones. Cuando le
designaron para ser trasladado a Totana (Murcia), influyeron los presos
para que él y los demás de “Villa Cisneros”, departamento
de los condenados a muerte, no fueran llevados ante el recuerdo de las
dos primeras expediciones tan desgraciadas. La noche del 2 de abril,
hacia las doce, se presentó un centinela con una lista en el
dormitorio de la cárcel donde se hallaba el Padre Juan. Uno de
los vigilantes, un tal Ortega Valdivia, dijo: “Oído, los que se
lean que se vistan y salgan a la galería.” El beato
dormía en lo que era capilla para los condenados. Al oír
su nombre se acercó al sacerdote Don Bartolomé Torres y
le dijo: “Don Bartolomé, me han nombrado en la lista de los
condenados a muerte, quiero confesarme. Diga a los Padres Trinitarios
que quiero morir como buen religiosos, que me perdonen mis defectos.
Adiós, hasta la eternidad.” Le llevaban a la muerte y el Padre
Juan iba cantando cánticos piadosos. Fue fusilado en la
madrugada del 3 de abril de 1937, en las inmediaciones del cementerio
de Mancha Real (Jaén), donde se halla enterrado su cuerpo
martirizado. Fue beatificado el
28 de octubre de 2007 durante el pontificado de Benedicto XVI.