BEATO JOSÉ RUIZ BERRUEZO
1936 d.C.
4 de octubre
El siervo de Dios don Alfredo
Almunia López – Teruel, al bautizarlo seis días después
de su nacimiento, profetizó: « Sí este niño vive,
será sacerdote, porque al echarle el agua he visto que derramaba el
agua sobre una tonsura. » Su familia, que instaló una sombrerería
en Garrucha, lo educó piadosamente. Su hermano don Manuel cuenta que:
« Cuando tenía tres años y presenciando un viernes santo
los actos religiosos de ese día se puso a llorar pidiendo un pañuelo
para limpiar a Jesús la sangre que manaba de sus heridas. Fue creciendo
y cuando mis padres notaban su ausencia el único lugar donde era seguro
encontrarlo, era en la iglesia en estado contemplativo. »
A los trece años, en 1914, marchó al Seminario
de Almería. Fue ordenado presbítero el seis de junio de 1925
en el templo del Sagrado Corazón de Almería. En la siguiente
fiesta de la Virgen del Carmen, celebró su primera Misa en la Iglesia
Parroquial de san Joaquín de Garrucha. Ese mismo año, para
cumplir el servicio militar obligatorio, fue nombrado Capellán Castrense
y enviado a las guerras de Marruecos. Seis años después, en
1931, fue nombrado Cura de Polopos y a los cuatro años, en 1935, Cura
Ecónomo de Líjar.
La Persecución Religiosa lo sorprendió veraneando
en Garrucha y, al instante, fue detenido. Aunque fue liberado, volvieron
a detenerle el ocho de agosto de 1936 y sufrió un prolongado cautiverio.
Su familia gestionó, más el Gobernador indicó a los
milicianos: « Haced con él lo que queráis, es cura. »
Su primo, don Francisco Ruiz, narra que: « Cuando fue obligado a realizar
los trabajos forzados en las calles de su mismo pueblo, jamás renegó
de su fe, jamás tuvo una mala contestación a los que se reían
de él, o le maltrataban y torturaban con un látigo para animarle
a trabajar y provocar la risa de los espectadores. »
En la madrugada del cuatro de octubre, junto a trece prisioneros,
fue amarrado y llevado a la carretera de Garrucha a Vera. Arrodillado y tras
bendecir a sus verdugos recibió los disparos. Al errar los tiros,
con una navaja le arrancaron la piel donde solía llevar la tonsura
clerical. Tuvo tiempo de pedir a sus asesinos: « Que no sepa mi madre
que me habéis matado. » Con una gran piedra aplastaron su cráneo
para darle muerte.
A sus treinta y cuatro años recibió la corona
de los Mártires. El presbítero don Andrés Rodríguez
Quesada, descendiente del siervo de Dios, confiesa que: « Su impresionante
testimonio, a pesar de su juventud, ha constituido un precioso estímulo
para ayudarme a mantener fresco el entu siasmo de la vocación sacerdotal.
»