BEATO BUENAVENTURA DE
BARCELONA
1648 d.C.
11 de septiembre
El Beato
Buenaventura Gran vino al mundo en Riudoms, pueblecito de
Cataluña cercano a Tarragona, el 24 de noviembre de 1620. Sus
padres eran labradores pobres, pero muy temerosos de Dios. Lo llamaron
Miguel Bautista, nombre que mudó más adelante en el
convento por el de Buenaventura. Al paso que crecía en edad, sus
padres le enseñaban las grandes verdades de nuestra fe, y
excitaban en su corazón vivos sentimientos de amor a Dios, al
par que una tierna y filial devoción a la Virgen María.
Frecuentó algunos años la escuela del pueblo;
después, lo emplearon sus padres en las labores del campo. No
obstante sus muchas ocupaciones, el piadoso joven hallaba tiempo para
cumplir fielmente los ejercicios devotos que se había impuesto
para cada día. Antes y después de la tarea cotidiana,
solía entrar en la iglesia a visitar al Señor
sacramentado, y muchas veces, sobre todo en la víspera de las
fiestas principales, permanecía en oración ante el
Santísimo toda la noche.
Ya en su juventud hubiera deseado Miguel entregarse de todo en todo al
Señor en la vida religiosa; pero tales razones alegó su
padre para disuadirle, que Miguel se convenció de que Dios le
quería todavía en el siglo. Contrajo matrimonio con una
doncella muy virtuosa; pero el día de la boda, después de
la ceremonia religiosa, se quedó en la iglesia por espacio de
largas horas; cuando fueron a buscarle, lo hallaron totalmente absorto
en altísima contemplación, y fue menester hacerle volver
en sí.
Ambos esposos determinaron vivir como hermanos guardando virginidad
perfecta, y así lo hicieron con la gracia de Dios. A los
dieciséis meses de matrimonio, murió la virtuosa
compañera de Miguel; antes de morir declaró formalmente a
su madre que el Señor le había otorgado la insigne merced
de guardar intacta su virginidad.
Lego franciscano
Rotos ya los lazos que le tenían atado al siglo, partió
Miguel de casa con licencia de sus padres, y fue a llamar a las puertas
del convento franciscano de San Miguel de Escornalbou. Se echó a
los pies del Padre Provincial y le suplicó que lo admitiese como
fraile converso. El buen Padre se negó a ello, alegando falta de
salud y estudios en el pretendiente. Entonces le dijo Miguel:
«Razón tenéis de despedirme; pero al fin y al cabo
menester será cumplir lo que el Señor ha
determinado». Viendo el Superior su constancia, lo admitió
en el convento, donde tomó el hábito el día 14 de
julio, entonces fiesta de San Buenaventura, cuyo nombre quiso llevar
para merecer la protección del seráfico Doctor
franciscano.
Recién entrado en la religión, dio muestras del celo con
que se proponía observar la pobreza de la Orden. Al hallar en el
bolsillo cierta moneda que guardaba sin advertirlo, la tiró por
la ventana tan lejos como pudo, exclamando: «Maldígame
Dios si en los días que me quedan de vida llego a apropiarme
semejante moneda».
El fervor de los principios no se desmintió en todo el tiempo de
su noviciado. Tanto sus compañeros como los religiosos antiguos
le miraban como a modelo. Al año de probación,
profesó con los votos religiosos.
Celo apostólico. Persecuciones del diablo
Los superiores eligieron a fray Buenaventura para que, en
compañía de otros religiosos, fuese a fundar en Mora un
convento de la Reforma franciscana. En esta nueva residencia
llevó el Beato vida todavía más devota y
mortificada, a pesar del mucho trabajo que suele acarrear una nueva
fundación. Por sus cargos de limosnero y cocinero, tenía
trato continuo con el mundo, pero sabía enderezarlo todo a la
mayor gloria de Dios.
Lo que más le afligía era ver que el libertinaje se
cebaba en poblaciones fieles hasta entonces a su fe y de sanas
costumbres. Les llegaba el contagio de los ejércitos franceses
que ocuparon Cataluña en el último período de la
guerra de los Treinta Años.
Aunque mero fraile converso, llevado de celo ardiente, se presentaba
sin temor en medio de los concursos y saraos del mundo, y con sus
palabras traía al sendero del bien a los extraviados y trocaba
en "Magdalenas" a las mayores pecadoras.
Casi todos los soldados franceses eran calvinistas. Fray Buenaventura
intentó convertirlos, y tuvo la dicha de traer a muchos de ellos
al seno de la Iglesia Católica. Notable fue la conversión
de uno de los principales jefes de aquel ejército. Cierto
día se llegó a él fray Buenaventura en
ademán de pedirle limosna. El oficial mandó a su
ordenanza que le diese algo.
-- No es esa limosna la que te pido -exclamó el siervo de Dios.
-- ¿Pues qué quieres? -preguntó el hereje.
-- La limosna que deseo no es para el convento -repuso el fraile-, sino
para la salvación de tu alma.
No se enojó el oficial con las palabras del fraile; al
contrario, habiéndose mostrado hasta entonces rebelde a todas
las exhortaciones, ahora oyó los consejos de fray Buenaventura
con docilidad y mansedumbre y, movido de la gracia, abjuró de la
herejía al poco tiempo.
Con malos ojos veía el demonio escapársele tantas almas
que creía poseer para siempre. Para vengarse del santo fraile,
empezó a aparecérsele de noche en figuras espantosas,
amenazándole, persiguiéndole y dándole recios
golpes y toda suerte de malos tratos. Pero Buenaventura, confiando en
el Señor y escudándose en su fe, menospreciaba la
violencia del infierno embravecido. «Nada podrás contra
mí, espíritu maligno, porque Dios me ampara y
defiende», solía decirle al demonio. Con hacer entonces la
señal de la santa Cruz e invocar los sagrados nombres de
Jesús y María, ahuyentaba a los espíritus
infernales.
Éxtasis y milagros
Frente a las violentas persecuciones del infierno, el Señor
solía consolar a Buenaventura con mercedes y dones realmente
admirables.
Yendo un día de camino, se paró a hablar con algunos
amigos y, en la conversación, vinieron a tratar de las glorias
de la Virgen María. De repente, apareció el Beato cercado
de extraordinario resplandor; se alzó en el aire y
recorrió unos cien pasos gritando con toda su fuerza:
-- ¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima!
¡Viva la Virgen Santísima!
Un hecho más maravilloso todavía ocurrió un
día de fiesta en la iglesia del convento, donde por mandato del
superior explicaba la doctrina a los niños. Mientras hablaba con
fervor de los misterios de nuestra fe, miró un instante a un
cuadro de la Inmaculada colocado en el altar mayor. Lo mismo fue verlo
que lanzarse disparado como una flecha por el aire hasta besar con sus
labios el purísimo rostro de la Virgen. Los niños
empezaron a gritar asustados; acudieron los frailes y muchísimas
personas vecinas de la iglesia, y todos contemplaron admirados aquel
éxtasis maravilloso, hasta que el padre superior, para acabar
con aquel alboroto de la gente, mandó al Beato que bajase. Al
punto obedeció fray Buenaventura; pero extrañado y
corrido a vista de la muchedumbre, se retiró a su celda para no
oír las voces del pueblo, que le aclamaba ya como a santo.
El Señor le favoreció asimismo con el don de milagros.
Siendo cocinero, dejó un día la comida en el fogón
y se fue a la iglesia a hacer una visita corta. Pero, estando
allí, quedó arrobado en éxtasis, y se
olvidó totalmente de las ollas y del fogón. Entretanto la
comida de la comunidad quedó del todo quemada y echada a perder.
-- ¿Qué hacéis, fray Buenaventura? -le dijo el
hermano campanero, antes de tocar a comer-; la comida está
totalmente quemada, y así tendrán que contentarse hoy los
frailes con pan y agua.
-- No tema, hermano -repuso humildemente el siervo de Dios-, todo se
arreglará. Toque a comer como de costumbre, y el Señor
proveerá al sustento de sus siervos.
Fue a tocar el campanero, riéndose para sus adentros de la
ingenuidad de fray Buenaventura. Pero, ¡cosa maravillosa!,
llevaron al comedor aquellos alimentos carbonizados, y los frailes los
hallaron tan exquisitos y en su punto, que declararon no haberlos
comido nunca tan sabrosos.
Otro día recibió el Beato dos hermosos peces para la
comida de los frailes. Se ausentó unos instantes y al volver no
halló sino las espinas. Los culpables habían sido los
gatitos del convento. Buenaventura los llamó a todos sin
enfadarse y, tomando mansamente en sus rodillas al más viejo, le
echó un sermoncillo de encantadora sencillez: «¡Ah
goloso! -le dijo-; tú, que eres el más viejo y
deberías dar buen ejemplo a los gatitos tus compañeros,
les enseñas a robar y comerse el pescado de los pobres
franciscanos. Mira, no tengo más remedio que castigarte delante
de todos tus compañeros para que escarmienten». Diciendo
esto, le dio unos golpecitos con la mano, pero con tanta suavidad, que
más parecían caricias. Hallábase entonces en la
cocina un tal Salmerón; al ver aquella escena, no pudo menos de
reírse a carcajada limpia. Pero aquella risa se trocó en
admiración cuando al mirar al plato vio, en lugar de las raspas,
otros dos peces tan grandes y hermosos como los de antes.
Una señora llamada Isabel Vila criaba gusanos de seda; pero
llegó a faltarle hoja de morera, con lo que temió perder
el fruto de su labor. Acudió a fray Buenaventura, y éste
fue con ella a ver de qué se trataba. Ante aquellos gusanillos
muertos de hambre que levantaban sus cabecitas como pidiendo el
sustento de que habían menester, dijo a la señora:
-- No os aflijáis, doña Isabel; estos minúsculos
hermanitos nuestros están ahora alabando al Señor.
Y mirando a los gusanitos les dijo:
-- Vaya, hermanos gusanos; puesto que ya no hay hojas que comer, haced
vuestros capullos.
No en balde les dijo el Beato estas palabras, porque la misma noche
hicieron capullos tan grandes y de tan excelente calidad, que la
señora logró beneficio mayor que si la hoja no hubiera
faltado.
Salió cierto día a pedir limosna, y advirtió de
pronto que el Ebro arrastraba a una mujer con su borriquillo. Ya
estaban a punto de perecer ahogados, cuando Buenaventura se fue a ellos
andando sobre las aguas, y los trajo a la orilla.
-- ¡Prodigio, prodigio! -empezaron a gritar los
transeúntes.
-- ¿A esto llamáis prodigio? -les dijo el Beato; y
cándidamente añadió-: La prueba de que no es un
milagro, es que todos podéis hacer lo mismo si tenéis fe.
En el convento de Tarrasa
Al humilde fray Buenaventura le pareció que no era nada cuanto
hasta entonces había hecho en la religión. Pensó
reformar su vida, y para ello no vio mejor camino que fundar un
convento donde se observase rigurosamente la primitiva Regla de San
Francisco. Un día estaba el Beato suplicando a la Virgen
María que le diese a conocer cuál era la voluntad divina.
La Reina del cielo se le apareció entonces y le dijo:
-- Buscas, hijo, cómo fundar un convento de la perfecta
observancia. Yo te lo diré. Parte para Roma. Allí quiere
Dios fundar por tu medio un Instituto más austero.
Aquel mismo día se le apareció Nuestro Señor, y le
volvió a decir que partiese para Roma, donde podría
llevar a efecto la reforma.
Manifestó Buenaventura a sus superiores la orden celestial y,
como era modelo de obediencia, aguardó con sosiego que le
llegase la licencia de embarcarse para Italia. Mucho le costó al
padre Provincial dar el permiso, porque no quería perder un
fraile tan virtuoso; y así, en vez de dejarle ir a Roma, lo
envió como limosnero al convento de Tarrasa.
Aquí tuvo ocasión de desplegar todo su celo. Cierto
día se llegó hasta el puerto de la cercana ciudad de
Barcelona. Entró en una galera y, al ver a los cautivos moros
que hacían de remeros, movióse a compasión.
Empezó a hablarles, y lo hizo con tanta mansedumbre y caridad,
que todos ellos, movidos y persuadidos con las palabras de
Buenaventura, acabaron pidiendo el bautismo.
Finalmente, le dieron licencia para embarcarse. Pronto cundió la
noticia por Tarrasa y sus alrededores, y se afligieron sobremanera
todas aquellas gentes. Llegó el día del embarco, y
entonces se vio cuánto apreciaban todos al humilde fraile
limosnero; porque al llegar al puerto, fue tal la aglomeración
de gente que cercó a fray Buenaventura, que no podía dar
un paso. Esta demostración popular le conmovió vivamente.
«Hermanos míos -les dijo-, si no fuera porque así
lo quiere el Señor, nunca me separaría de vosotros.
Ofrezcámosle todos el sacrificio de nuestra propia
voluntad». Diciendo esto, se levantó en el aire, donde
permaneció suspendido una hora a vista de la gente.
Entendieron con este prodigio que no debían oponerse más
tiempo a que se embarcase el siervo de Dios y, en cuanto hubo bajado al
suelo, se apartaron y le dejaron libre el paso. En medio de las
lágrimas y gemidos de los presentes, entró Buenaventura
en un navío que se hacía a la vela con rumbo a Italia.
Reformador y apóstol. Su muerte
A punto estuvo el navío de caer en manos de los holandeses,
enemigos entonces de España. El Beato lo salvó
milagrosamente, porque con el Santo Cristo en la mano gritó a
los perseguidores que se acercaban:
-- Deteneos, enemigos de nuestra fe, y no os acerquéis
más.
Al punto se levantó un viento huracanado que barrió lejos
los cuatro grandes veleros holandeses, y empujó al navío
español hacia las costas italianas. También sosegó
una furiosa tempestad con sólo una palabra.
Desembarcó en Génova, y prosiguió a pie hasta
Roma, pasando por Loreto y Asís. Primero se hospedó en el
convento de Ara Coeli. De allí pasó al de San Mauricio,
con el cargo de limosnero. Pero, a poco de llegar, se ganó de
tal manera el aprecio de las gentes, que en tropel acudían a
verle, lo que determinó a los superiores a enviarle a
Capránica (Viterbo). Aquí premió el Señor
la obediencia de su siervo, permitiendo que la sagrada Hostia volase de
los dedos del sacerdote a los labios del Beato después del
Dómine non sum dignus.
La noticia de este milagro llegó hasta Roma. Los cardenales
Facchinetti y Barberini -este último protector de la Orden-, con
intento de asegurarse del hecho y estudiar de cerca el espíritu
del Beato, le hicieron ir al convento de San Isidoro, en Roma, del que
fue cocinero. Los dos príncipes de la Iglesia acudieron a verle,
hablaron con él largo rato y quedaron convencidos de la eminente
santidad del humilde lego franciscano. A menudo iban a verle o le
llamaban a palacio. Estas amistades fueron de gran provecho a
Buenaventura para llevar a efecto la anhelada Reforma.
Merced a la intervención de tan poderosos protectores, tuvo el
humilde fraile una larga entrevista con el Sumo Pontífice
Alejandro VII, el cual, maravillado de que un hermano lego le hablase
con elocuencia tan extraordinaria, encargó al cardenal Barberini
que apresurase la ejecución de aquella empresa.
El cardenal llamó a Buenaventura. Le dijo que redactase una
súplica a la Congregación de Obispos y Regulares, y el
mismo prelado la presentó a los Padres, que la aprobaron.
Alejandro VII sancionó, el 8 de marzo de 1662, la
fundación de la Reforma, y el Capítulo provincial
franciscano celebrado en Roma aquel mismo año cedió al
Beato y a sus compañeros el convento de Santa María de
las Gracias, sito en Ponticelli (Rieti).
Quince religiosos, entre padres y hermanos legos, acudieron al
llamamiento de fray Buenaventura. Su vida fue copia de la del santo
Fundador; ni almacenaban provisiones, ni aceptaban estipendios por la
predicación, misas u otros ejercicios del santo ministerio, y se
contentaban con lo que la Providencia les enviaba por mano de los
bienhechores.
Buenaventura no aceptó el cargo de superior sino por
imposición del cardenal Barberini; y por cierto que lo
ejerció con vigilancia, prudencia y caridad tales, que todos se
hacían lenguas ensalzando las virtudes de su amado
Guardián.
-- ¿Dónde habéis estudiado, fray Buenaventura? -le
preguntó cierto día un hermano.
-- En las llagas de Jesucristo -le contestó el Beato.
Tanto prosperó la Reforma, que fue menester fundar otros
conventos para recibir a los muchos que deseaban entrar en ella. El
más famoso fue el de Roma, en el Palatino, llamado convento de
San Buenaventura, fundado el 8 de diciembre de 1677 con veinticinco
frailes.
Durante su estancia en Roma, fue este santo y humilde religioso otro
San Felipe Neri. Solía enviar a los padres a dar misiones en
todas las iglesias de la ciudad y parroquias vecinas. Enseñaba
la doctrina a los niños en el portal del convento; visitaba a
los enfermos en los hospitales, y a muchos los curaba milagrosamente
con sólo rezar por ellos. Por eso, cuando alguien caía
enfermo, solían decir: «Llamemos a fray
Buenaventura»; y también: «Llevémosle a fray
Buenaventura».
Le agradaba sobremanera dar limosna a los pobres. Quería que
cada mañana se les repartiese abundante sopa; cuando los
mendigos eran más numerosos, las provisiones se multiplicaban
milagrosamente en las manos del Beato. Cierto día que
volvía al convento llevando a cuestas el pan de la comunidad, se
vio cercado de tantos pobres, que se le llevaron todo el pan.
--Señor -dijo entonces fray Buenaventura-, así como yo
atiendo a las necesidades de vuestros pobres, Vos proveeréis a
las de mis frailes.
Y así fue, porque, al llegar al convento, el cesto se
halló lleno de tanto y mejor pan que antes.
Al conde Tomás Barberini le predijo que tendría pronto un
heredero, como así sucedió el mismo año; y al
cardenal Francisco Barberini le libró de gravísimo
peligro, porque, a pesar de cierta prohibición, entró el
Beato en el aposento del prelado y, para despedirse, le
acompañó el cardenal hasta la puerta de palacio; y no
bien habían salido del aposento, se derrumbó el techo del
mismo estrepitosamente.
Llegó el Beato a la edad de sesenta y cuatro años.
Previendo ya su próximo fin, solía repetir amorosamente:
«¡Paraíso, paraíso! ». El 15 de agosto
de 1684, le sobrevino una recia calentura. Los médicos esperaban
vencerla, pero Buenaventura aseguraba que no sanaría. El 11 de
septiembre recibió los santos Sacramentos con admirable
devoción, bendijo a los frailes, y fue arrebatado al
éxtasis eterno de la vida perdurable. El Sumo Pontífice
Pío X beatificó a fray Buenaventura Gran de Barcelona el
10 de junio del año 1906.