BEATO ANTONIO GRASSI
13 de diciembre
1671 d.C.
Nació en Fermo; hijo de una familia acomodada, ya desde su
niñez manifestó una fuerte devoción por san Felipe
Neri. Tenía 16 años cuando pidió su ingreso en el
Oratorio de su ciudad natal, a pesar de que su madre se oponía
un tanto. Pronto, los conocimientos escriturísticos y
teológicos del joven igualaron los que ya poseía en
materia de literatura clásica y filosófica. El Oratorio
de Fermo, el tercero que fundó en vida san Felipe Neri,
formó en su ambiente lleno de gracia a Antonio. Durante varios
años, se vio atormentado de escrúpulos, pero quedó
perfectamente en paz desde el momento en que celebró su primera
misa y, a partir de entonces, la serenidad fue una de sus principales
características.
Milagrósamente
salió indemne de un rayo que le cayó encima. Pero el
efecto más importante fue que, a partir de entonces,
comprendió que su vida pertenecía a Dios de una manera
especial, de suerte que no se le pasaba día sin darle gracias
por haberle preservado y, todos los años hacía una
peregrinación a Loreto con la misma intención.
Poco después
del suceso, el P. Antonio pidió y obtuvo las facultades para
oír confesiones. Dicho ministerio había de ser durante
toda su vida una de sus ocupaciones principales. En él se
mostraba tan sencillo como en todo lo demás: escuchaba al
penitente, le decía unas cuantas palabras de exhortación,
le imponía la penitencia y le daba la absolución.
Generalmente, no daba consejos ni sugería métodos sino en
lo estrictamente relacionado con la confesión. Poseía el
don de leer los corazones; ese don no se limitaba a cosas generales,
sino que descendía a pormenores para los que no bastaba el
conocimiento natural. En 1635, fue elegido superior del Oratorio de
Fermo. Desempeñó ese cargo con tanto acierto, que
sus hermanos le reeligieron cada tres años, hasta el fin de su
vida. Solía decir que, cuando se trataba de dar informes sobre
una persona, no había que atender a un solo rasgo ni a una sola
acción, sino al conjunto, y que generalmente el conjunto era
bueno. Naturalmente, con ideas tan amplias, era un superior muy
bondadoso. En cierta ocasión en que alguien le preguntó
por qué no gobernaba con mayor severidad, él
replicó: "No sé cómo hacerlo. ¿Habrá
que hacer esto?", y al decirlo tomaba una actitud de pomposa severidad.
El P. Antonio no prarticaba penitencias corporales extraordinarias, ni
las aconsejaba a nadie. Cuando un curioso le preguntó si llevaba
bajo la sotana una camisa de pelo, beato respondió que no,
porque había aprendido de san Felipe Neri que reconviene
comenzar por la mortificación espiritual. A este
propósito, decía: "La Humillación del
espíritu y de la voluntad es más eficaz que una camisa de
pelo bajo la ropa."
Esto no significa que fuese negligente; muy al contrario,
insistía en que sus súbditos observasen a la letra las
reglas del Oratorio y supo mantener en su comunidad un nivel muy alto
de observancia, valiéndose para ello del ejemplo y la palabra.
Cuando tenía que reprender, lo hacía ron voz suave y no
permitía que nadie hablase en la casa con tono demasiado alto.
La influencia del P. Antonio se extendía mucho más
allá de los muros del Oratorio. El arzobispo de Fermo, Mons.
Gualteri, decía que no sabía lo que haría sin
él, y el cardenal Facchinetti de Spoleto y el cardenal Emilio
Altieri (más tarde Clemente X), le consultaban frecuentemente
acerca de cuestiones espirituales administrativas. En 1649, el hambre
produjo revueltas entre los habitantes e Fermo. El P. Antonio
trató de mediar entre el cardenal-gobernador y el pueblo, y
estuvo a punto de morir asesinado por la multitud. Siempre se
preocupó mucho por el bienestar de sus compatriotas.
Jamás hacía visitas de cortesía, pero en cambio
estaba pronto a acudir a la casa de los enfermos, de los moribundos y
de los necesitados, a cualquier hora del día o de la noche. Con
los años, fue aumentando el don de profecía del P.
Antonio, quien lo empleaba con frecuencia para consolar o prevenir a
quienes iban a consultarle.
Fue devotísimo de María, y procuró infundir en los
files la devoción mariana. Ya muy cerca de los ochenta
años, el beato empezó a sentir los molestos efectos de la
edad; en efecto, tuvo que dejar de predicar, porque había
perdido los dientes y no conseguía hacerse entender, y
también tuvo que dejar de oír confesiones. Sin embargo,
siguió trabajando activamente, sobre todo cuando se trataba de
convertir a un pecador. Una caída en la escalera le
obligó a permanecer recluido en su cuarto y, en noviembre de
1671, tuvo que guardar cama. Durante la enfermedad, que duró dos
semanas, Mons. Gualteri le llevó diariamente la comunión.
Uno de los últimos actos del beato fue reconciliar a dos
hermanos que estaban peleados a muerte. También devolvió
la vista al P. Remigio Leti, por lo menos lo suficiente para que
pudiese celebrar el santo sacrificio, cosa que no había podido
hacer durante los últimos nueve años. Se atribuyeron
muchos milagros al P. Antonio después de su muerte, pero las
guerras civiles y otras causas retardaron la beatificación, que
no tuvo lugar sino hasta el 1900 por León XIII.