BEATO ANDRÉS AVELINO GUTIERREZ MORAL
3 de agosto
1936 d.C.



Infancia y primeros estudios

   Salazar de Amaya (Burgos), cuna de Andrés, había dado ya un famoso misionero paúl a la Congregación de la Misión, el P. Ildefonso Moral, fundador con el P. Fortunato Velasco de la Provincia de Filipinas, antes que naciera este nuevo retoño de la familia Gutiérrez Moral. El P. Ildefonso había terminado sus días en México, el 13 de noviembre de 1907, agotado por los trabajos apostólicos, pero dejando una huella imborrable en la historia de la Congregación en España, Filipinas y México, fama que llegó a su pueblo: Salazar de Amaya. Andrés Avelino tenía ya veintiún años cuando llegó a conocer la rica personalidad de su paisano.

   Andrés, hijo de Juan y Vicenta, nacido el 12 de noviembre de 1886, bautizado el día 14, dos días después de su nacimiento, en la iglesia parroquial de Salazar dedicada a Santa Columba, fue confirmado el 25 de octubre de 1893, a los siete años de edad, en la parroquia de San Cristóbal de Prádanos de Ojeda (Palencia). Fortalecido con la fuerza del Espíritu Santo, conducirá sus pasos por las sendas de la verdad y de la justicia, con virilidad como pedía su nombre Andrés.

   La Sra. Vicenta, su madre, gozaba en el pueblo de fama de mujer piadosa y de mucha caridad. Por indicación de su hermano, el cura párroco D. Mariano Moral González, ministro del bautismo de Andrés, el neófito recibió a San Martín, obispo y mártir, como abogado, por ser el santo titular del día. Una planta hermosa, pero muy delicada, floreció aquel día en el pueblo de Salazar, pues había nacido debilucho y cualquier vientecillo podía llevárselo por delante; algo crecido, más parecía una ardilla inquieta y nerviosa, que un muchacho juicioso.

   De jovencito tomó en serio los consejos de su hermana, a quien tanto quería, hasta convertirlos en divisa de su conducta, tanto más cuanto que acostumbraba a decir de vez en cuando que también él quería seguir los pasos del P. Ildefonso Moral, con el que guardaba cierto parentesco, no muy lejano, e ir al Colegio de Tardajos (Burgos). Pero sobre todo se acordará de los consejos de su hermana y se esforzará en practicarlos cuando, siendo ya misionero, predique a la gente en las misiones sobre la necesidad de dominarse a sí mismo y de poner a raya la lengua y las palabras, ya que cuando salen de una boca iracunda todo se echa a perder. “¡Cuánto bien me hizo mi hermana, dirá en uno de sus sermones de misión, cuando, siendo niño, me corregía de mis rabietas y enfados incontrolados”. Decididamente, el dominio de sí mismo y el trato amable con los demás será su campo de batalla.

   El temperamento ardiente, pero noble del joven Andrés, comenzó a corregirse en contacto y roce con otros chicos de su edad, al entrar en la Escuela Apostólica de Tardajos, hacia 1898. Aunque el desastre político de España, al perder las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas no tuvo incidencia directa en la formación de los Apostólicos, sí les obligó a interesarse por el conocimiento de los territorios que había ocupado España, en particular a Andrés Avelino, que nos lo cuenta. La disciplina impuesta en el colegio y las recomendaciones de buena conducta que iba recibiendo, junto con las correcciones de sus travesuras, le convirtieron en un pequeño ejemplo de respeto. Tenía a su favor que era sincero y detestaba la mentira y la pereza. Por lo demás, el estudio de las asignaturas lo llevaba con garbo y se agigantaba en él el deseo de avanzar por delante de sus compañeros de clase. Llevaba poco bien que otros le aventajaran en buena conducta o en el estudio del latín y de las matemáticas.

   En Tardajos coincidió con el madrileño Eugenio Muñoz, convertido más tarde en Noel, que en su Diario íntimo, novela la vida de la Apostólica de Tardajos. Muchas de sus anécdotas ambientan la vida del Colegio Apostólico: el estudio, la oración, el recreo y la disciplina reinantes. Trabó amistad con algunos que él mismo nombra en su Diario, entre los que figuran Andrés y Pedro Vargas.

   En la conciencia del adolescente Andrés quedó muy grabada una tradición que venía celebrándose desde el principio de la fundación de la Casa-Misión de Tardajos: la despedida de los misioneros al comienzo de la campaña misional, que por aquellos años formaban la bina los PP. Burgos y Marroquí. El claustro de profesores con todo el alumnado se reunía en la capilla o en el salón de actos para ensalzar la vocación de los evangelizadores de los pueblos. El superior de la comunidad tomaba entonces la palabra, delante de todos, educadores y educandos, y dejaba descender la bendición del Señor sobre los heraldos de la misión, mientras los misioneros agradecían el gesto y pedían oraciones fervorosas a los jóvenes apostólicos por el buen resultado de las misiones que iban a predicar, en cumplimiento del contrato con la Mitra burgalesa. A la vuelta, recibían a los misioneros, a golpe de campana, con la misma ilusión con que los habían despedido.

   El acto resultaba emocionante sobre todo a los muchachos que habían entrado en la apostólica con la mejor intención de ser misioneros y ambicionaban ser otros Vicente de Paúl o Francisco Javier. Si, además, la bina de misioneros iba a predicar en el pueblo de alguno de ellos, la emoción crecía y los comentarios entre ellos daban en seguida a conocer las costumbres y oficios de los vecinos del pueblo. Sin haberlos visto ni visitado, todos los muchachos conocían, de oídas, los pueblos de sus compañeros.

Admitido en la Congregación

   Aprobados los estudios de humanidades, Andrés Avelino ingresa en el Noviciado el 3 de julio de 1903, establecido en la Casa Central de los PP. Paúles de la nueva Provincia de Madrid. El colegio apostólico le había servido de ensayo para entrar en el Seminario Interno. De nuevo, el estudio de las virtudes fundamentales que constituyen el espíritu de los misioneros y las entrevistas frecuentes con el director del seminario, que lo era el P. Guillermo Vilá, le hicieron ver la necesidad de suavizar su genio y de revestirse de espíritu manso y humilde, como lo enseñó y practicó Jesucristo evangelizador y lo recomendó vivamente a los misioneros el fundador de la Congregación. El director P. Guillermo no dudó en recomendarle la mansedumbre y la humildad como virtudes de práctica y que llevara cuenta de los actos de estas virtudes, usando un rosarito que llamaban «conciencia». Es más, le obligó a que leyera las conferencias relativas a estas virtudes, pronunciadas por San Vicente, y le presentara, por escrito, un esquema de todo lo dicho por el fundador de la Misión a la comunidad.

   El seminarista Andrés se enteró pronto de que Vicente de Paúl también había sido por naturaleza violento e iracundo, pero que a fuerza de ejercitarse en la amabilidad y afabilidad llegó a ser uno de los hombres más mansos de su tiempo, junto con San Francisco de Sales, amigos íntimos y ejemplos de mansedumbre y bondad. Mucho le animaron al seminarista Andrés las exhortaciones de ambos santos, pero sobre todo el mandato del Señor a sus discípulos: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Ante tantas exhortaciones, no le resultaba difícil humillarse tras una inesperada explosión temperamental fuerte y pedir perdón a quien hubiera podido ofender. De esta manera, trataba a la vez de ser afable.

   Terminados los dos años de prueba en el Seminario, los superiores le concedieron hacer los votos, que en efecto pronunció el 4 de julio de 1905 ante el Visitador P. Eladio Arnaiz. Con el bagaje cultural y espiritual ya adquirido, se trasladó con sus condiscípulos al centro de estudios de filosofía, ubicado en Hortaleza (Madrid), para cursar los dos primeros años, porque el tercero lo aprobó en la misma Casa Central  de Madrid en que había hecho el Seminario Interno.

   El amor propio y, sin duda, el tesón puesto en el estudio le proporcionaron una buena formación filosófica, a la que añadiría la teológica, cursada en la Casa-Central de Madrid, excepto el último curso que lo haría en el Colegio de Limpias (Cantabria), donde llegó en octubre de 1910. La noticia la sabemos de su puño y letra. En carta al Visitador, P. Eladio Arnaiz, le comentaba: “Doy a usted las gracias por haberme destinado a una casa en todos los conceptos tan de mi gusto, donde, si bien es cierto que hay que trabajar, también lo es que tengo otras utilidades que usted ve mejor que yo…”

   Los estudios de teología fueron enfocados, por iniciativa del propio Andrés, hacia el ministerio de la Congregación que más le atraía: las misiones populares, en las que pensaba de continuo, aun estando de profesor en el colegio de Limpias. Ya entonces escribió fichas de teología pastoral, en orden a predicarlas en las misiones, según el método recomendado por san Vicente a los misioneros. En Limpias estuvo hasta 1917, en que fue destinado de misionero a Tardajos.

   Sin que podamos precisar la fecha exacta de su ordenación sacerdotal, por haberse extraviado el documento que lo certifique, podemos suponer que fue en 1911 y en Santander, al terminar el cuarto año de teología en Limpias.

En la brecha del trabajo

   En el Colegio de Limpias cumplió la misión encomendada durante seis cursos completos, coincidiendo algún tiempo con los grandes investigadores y estudiosos: PP. Lorenzo Sierra, Benito Paradela y Joaquín Atienza. La explicación de cinco asignaturas le ocupaban toda la jornada laboral. Su amor personal a la Virgen, Madre Inmaculada, cultivado con esmero durante los años de la carrera, tuvo su traducción en la erección de la Asociación de Hijos de María en el colegio; arengaba con fuego a sus alumnos a fin de que cultivaran la devoción a la Santísima Virgen, al igual que les animaba a adquirir la ciencia, aunque fuera con esfuerzo y sacrificio. Desde que el Papa Pío X aprobara la Asociación de la Medalla Milagrosa, en 1909, a muchos misioneros les faltó tiempo para erigirla en los pueblos, iglesias y centros de estudios que regían.

   Corría mediado el mes de noviembre de 1917 y le vemos en su nuevo destino de Tardajos, pero no como profesor de los Apostólicos, sino como misionero ambulante, predicando el evangelio, como aquellos misioneros a quienes, siendo él niño, veía marchar con manteo y crucifijo en el pecho a los pueblos. El destino había sido obra del visitador P. Arambarri, que le creía más dotado para la predicación que para la enseñanza de colegiales. Recorrió toda la diócesis burgalesa durante los 13 años, 1917-1930, que anduvo anunciando la Buena y Alegre Noticia de la salvación a la gente humilde de las aldeas. Su nombre se hizo célebre en toda la comarca y atrajo vocaciones misioneras de los pueblos que misionaba.

   El P. Gutiérrez Moral, conocido con el nombre de «P. Tareas» en los contornos burgaleses que bordean los ríos Arlanzón, Úrbel, Ubierna y Hormazuela, por su impresionante movilidad e incansable trabajo con los niños y mayores, recorría cada pueblo en todas sus direcciones llamando a la misión y visitando enfermos. Su simpatía era arrolladora en aquella y otras comarcas regadas por el Ebro, el Rudrón, el Duero, el Arlanza, y el Esgueva. Las crónicas de misiones de aquel tiempo hacen alusión a las corrientes de agua de esos ríos, comparables a los ríos de gracia que corrían por las poblaciones misionadas.

   Concluido el tiempo de misiones de Tardajos, un nuevo destino lo traslada  a Orense durante tres años, 1930-1933. Desde la capital gallega despliega de nuevo el abanico de ministerios que le habían ocupado en la anterior residencia tardajeña: misiones populares y predicaciones a lo largo y ancho de las diócesis gallegas y, más en particular, de la diócesis de Orense. La novena de la Virgen de los Milagros, en el Monte Medo, le suscitaba palabras cálidas y de aliento a los campesinos orensanos, al estilo como lo hiciera un paisano suyo, el P. Faustino Díez Peña, en 1869, que supo ganarse la simpatía y confianza de los devotos de la Santísima Virgen María del Medo.

   Finalmente, en 1933 le trasladaron a la casa y comunidad de Gijón (Asturias), situada en el puerto, lugar desde donde partía para evangelizar a las gentes y dar testimonio de fe y celo misionero, con el mismo entusiasmo de siempre. Jamás había dicho no a las órdenes de sus superiores y, en esta ocasión, no demoró un instante el destino a Gijón a donde le enviaba el P. Visitador, P. Adolfo Tobar. Ligero de equipaje, subió al tren que le condujo desde Orense hasta Gijón.

   Un nuevo ministerio, que antes no había frecuentado mucho, pero que sí había practicado alguna vez, fue el ministerio de los ejercicios espirituales a las Hijas de la Caridad en Asturias. El trato con las Hermanas le resultaba familiar desde su primer encuentro con ellas en Santander. Antes de ser apresado por los comunistas acababa de dirigir unos ejercicios a las Hermanas del Colegio de San Vicente, de Gijón, donde a imitación de lo que hiciera en Limpias, implantó y animó la Asociación de Hijas de María con la alegría y entusiasmo que le caracterizaba. Las Hermanas advirtieron en él el don del discernimiento de espíritu y del acompañamiento espiritual.

“Servidor”

   El P. Gutiérrez conocía el peligro que corría en la nueva residencia de Gijón y sabía que le esperaba lo mismo que a sus compañeros de Oviedo si no buscaba refugio en otra parte, o huía de Asturias; sin embargo prefirió quedarse en su casa de Gijón para continuar con las obligaciones pastorales de la iglesia y de las capellanías y otros ministerios como las misiones, ideal de toda su vida. Su nombre estaba fichado y no tardaron los enemigos declarados del clero en aprisionarle. Un día no fechado, “llamaron los comunistas a la residencia de los PP. Paúles de Gijón. Salió el P. Gutiérrez. Preguntaron por él, que respondió inmediatamente: «Servidor». Y se lo llevaron”. Nadie supo dónde pudieron esconderle, para sacrificarlo secretamente, sin llamar la atención.

“Tenía la frente marcada con una cruz de sangre”

   Lo cierto es que el 3 de agosto de 1936 lo encontraron encerrado en una prisión improvisada de Gijón. Hacia las tres de la tarde de este mismo día, tres o cuatro milicianos lo sacaron a escondidas, tapada la cabeza con un saco, y le transportaron en un coche al pueblo y parroquia de San Justo. Comenzaba para él la última y más penosa estación de su vida que le identificaría con su Maestro y Señor, condenado a llevar la cruz hasta llegar a la cumbre de la montaña, donde moriría desamparado de todos, menos de Dios. No necesitó interrogatorio alguno para ser condenado a muerte, pues bien sabían los asesinos que era sacerdote. Sin más preámbulos arremetieron a golpes contra él, con saña despiadada, y le sentenciaron a muerte entre risotadas, insultos y vejaciones.

   Llegado al pueblo, le hicieron subir monte arriba con grandes sacrificios. Él se abría paso fatigosamente entre la maleza, mientras sus enemigos le empujaban y punzaban con palos hasta derribarlo de bruces en tierra, varias veces. ¿Dónde estaba aquel P. Tareas, que con su presencia hacía retirarse a los más valentones del pueblo? ¡Quién lo vio y quién lo ve! La subida al monte fue dolorosa: un verdadero calvario hacia la muerte. “Iba hablando solo -según un testigo-, es decir rezando los misterios dolorosos del rosario”. Llegó por fin con sus perseguidores a la altura de unos setenta metros del monte y allí mismo, sin mediar palabra alguna, le dispararon vilmente, dejándole tendido en el suelo. Mediaba la tarde del día 3 de agosto, tarde abrasadora de calor. Con cincuenta años de edad, decía adiós a los habitantes de este mundo, para conversar con los ciudadanos del cielo, los únicos que le acompañaron hasta el final del camino.

   Cuentan los testigos una vez más, que los comunistas se alejaron en un coche, y muchos vecinos de San Justo subieron al monte a rendir los primeros honores al mártir de Cristo, tan pronto vieron expedita la vía por donde le habían conducido al lugar del combate final. Desde distintos rincones del pueblo habían oído los disparos de muerte. Merced a la consiguiente fama de martirio que aún perdura entre aquella gente, llegaron a conocerse luego no pocos detalles del martirio.

   Según los testigos que lo vieron ya exánime, el misionero yacía boca arriba, con un orificio de bala en la sien izquierda y bañado en una gran charca de sangre que le había brotado de distintas partes del cuerpo. La boina, enrojecida también por la sangre, yacía junto a los hombros, escoltados por trozos craneales. Tenía la frente marcada con una cruz de sangre, de tres centímetros de ancha. El último esfuerzo lo hizo llevándose la mano ensangrentada hasta la frente, para rubricar su martirio con el signo de la cruz.

   Al día siguiente, el cadáver fue recogido en una escalera (pasera) de las que usan en la región asturiana para subir al pajar o para coger las manzanas. En ella, como en parihuelas, fue bajado del monte en un camión que lo trasportó al depósito judicial de Villaviciosa, a cuyo municipio pertenece el pueblo de San Justo. El 14 de febrero de 1940 fueron trasladados los restos del Siervo de Dios al Cementerio Municipal de Gijón (Suco Ceares), donde hoy reposan.
 
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(Parroquia San Martín de Porres)