BEATO AMADO GARCÍA SÁNCHEZ
24 de octubre
1936 d.C.
Infancia y primera juventud
En la madrugada del 29 de abril de 1903 nacía en Moscardón
(Teruel) el niño que llevaría por nombre Amado, nombre cuyo
significado tendría su cumplimiento cabal en él, al ser amado
por Dios, Padre de todos, y por los hombres que le trataron, a no ser quienes
le mataron en odio a la fe. Ni que decir tiene que sus padres, Tomás
e Isabel, celebraron con agradecimiento a Dios el nacimiento del hijo, que,
por ser el primero, esperaban con verdadera ilusión. Por donde pasaba,
Amado era ciertamente querido, dado su carácter jovial, aunque pareciera
desmentirlo su estilo serio y poco hablador. Moscardón era un pueblo
pequeño, situado en lo alto de un cerro de unos 400 habitantes; tiene
a sus pies el Barranco de El Castellar y extensos pinares que ocupan sus
laderas. Las bajas temperaturas en invierno curtieron la piel y el carácter
de Amado.
El bautismo le fue administrado el 1 de mayo, y la confirmación,
cumplidos los 12 años, poco antes de ingresar en el Colegio Apostólico
de Teruel, en 1914. Todos los sacramentos, incluida la Primera Comunión,
los recibió en la iglesia parroquial del pueblo. Bien pertrechado
de la gracia que fortalece y enriquece y con la cultura recibida en la escuela
nacional, manifestó a sus padres que deseaba ir a Teruel a estudiar
humanidades, porque aspiraba a ser misionero de los de San Vicente de Paúl
y luego ir a Madrid, como otros conocidos suyos que ya habían ingresado
en el Seminario Interno. Le animaba la mejor de las disposiciones para dar
el primer salto que le llevaría a la cima del sacerdocio jerárquico.
“Quiero ser misionero como los que han venido a predicar al pueblo”
Lágrimas abundantes saltaron de los ojos tanto de sus padres como
del propio hijo, al llegar el momento de partir hacia Teruel, y más
todavía cuando hubo de dirigirse a Madrid, concluidos los estudios
de la Apostólica. Amado abrazaba tiernamente a su madre, de quien
no sabía desprenderse. Escena conmovedora que guardará imborrable
en la memoria y le servirá de recuerdo para comprender y explicar
el sacrificio de muchos seminaristas, que, al dejar padre y madre, hermanos
y familiares, pueblo y amigos, rompen a llorar inconsolables. Pero la decidida
voluntad del joven Amado por alcanzar el ideal de ser misionero pudo más
que los cariños de sus padres y la amistad de sus amigos.
El 10 de septiembre de 1917 ingresaba en el Seminario Interno, sito en el
barrio de Chamberí, García de Paredes, Madrid. Dirigía
el Seminario el P. Agapito Alcalde, cuyas orientaciones y enseñanzas
calaron en la mente y en el corazón de Amado. El estudio de la vida,
obras y espiritualidad del fundador satisfacía sus anhelos humanos
y cristianos, según él mismo dejó declarado. Por el
libro de entradas del Seminario sabemos que era el más joven de la
hornada y de los más inteligentes y piadosos; la noticia nos llega
de uno de sus compañeros, Ramón Sangüesa Subirón,
que llegó también a ser sacerdote paúl y desplegó
en Venezuela su misión sacerdotal. A los dos les unía una profunda
amistad en la tierra hasta que la muerte les separó.
“Lo encontré siempre piadoso, sano, sencillo”
El 30 de abril de 1921 cerró una etapa importante de su carrera vocacional
misionera y comenzó otra no menos comprometida que la primera, al
llegarle el día de la emisión de los votos. Al conocimiento
de los compromisos contraídos añadiría, con el tiempo,
vivencias impresionantes sobre los consejos evangélicos de castidad,
pobreza, obediencia y de estabilidad en la Congregación de la Misión
para evangelizar a los pobres. Sus cualidades y dotes humanas pusieron a
prueba el amor que tenía a Cristo evangelizador, amor que sobrepuso
al de las criaturas que le manifestaron su aprecio e inclinación.
Con el corazón lleno de ilusión entró en el estudio
de la filosofía, cuyos tratados de psicología y ética
le apasionaban, no tanto la metafísica y la cosmología, al
encontrar aquellas más prácticas que estas últimas para
el desempeño de su vocación.
Aprobados los cursos filosóficos, emprende el estudio de teología
en la Casa Central de Madrid, que ya conocía por haber hecho en ella
los años de Seminario Interno, y en Cuenca. Sin comparación
con el estudio de la filosofía, el de la teología le entusiasmaba
y encantaba por ser su campo preferido; en él se movía con
facilidad y disertaba con brillantez cuestiones dogmáticas y morales
ante el claustro de profesores y compañeros. Su mente despejada y
aguda, que nadie le discutía, le ayudaba a dar pasos seguros en el
estudio del Derecho Canónico y de Moral. Pese a su indiscutida ciencia
y claridad en las explicaciones científicas, nunca fue profesor de
seminario.
Tenía vocación de líder, aunque nunca hizo ostentación
de ello. La facilidad en el estudio y el progreso en las ciencias eclesiásticas
no le privaron de sencillez y porte cercano, ni menguó por ello su
piedad sincera, amabilidad y educación. Su dicción clara y
hasta elegante hacía que sus condiscípulos siguiesen con atención
el desarrollo de las tesis escolásticas que le tocaba defender. Un
compañero suyo declaró más tarde: “Lo encontré
siempre piadoso, sano, sencillo, aunque dentro de esta sencillez noté
en él un instinto de prudencia poco común”. El sentido de obediencia
responsable lo vivía desde niño, de ahí que los superiores
le encomendaran pronto puestos de gobierno.
“Pídele al Señor que me dé sentido común.”
En estas andadas intelectuales se movía lleno de ilusión, con
los ojos puestos en la meta final de la carrera, anhelando ser en la tierra
otro Cristo y Cristo crucificado. El 20 de marzo de 1926 recibía el
diaconado, y el 2 de mayo del mismo año el presbiterado de manos del
arzobispo de Santiago, Mons. Julián de Alcolea. Tenía veinticinco
años incoados.
El día de su ordenación sacerdotal, según refiere un
testigo, condiscípulo suyo, recibió de él este secreto,
revelador de su conducta: “Pídele al Señor que me dé
sentido común. Y después, de ahí para arriba, todo lo
que quiera… Puedo asegurar que este don fue captado por los demás
ya que, a pesar de ser muy joven, las Hermanas y otras personas que acudían
a él para la dirección espiritual, recibían sus consejos
tan prácticos que apenas tienen explicación humana”. El mismo
testigo añade que “trabajador lo era mucho, intelectual y corporalmente,
algo fuera de lo común”.
Ministerio breve pero fecundo
Al día siguiente de la ordenación sacerdotal, 3 de mayo, celebraba
su primera Eucaristía precisamente en la Basílica de la Milagrosa
con grandes muestras de alegría y fervor interiores, acompañado
de sus padres; siempre había demostrado profesar una devoción
singular a Nuestra Señora la Virgen, bajo la advocación de
La Milagrosa. Otro condiscípulo riguroso suyo refiere: “El día
que celebró su primera misa (la celebramos juntos) estaba transportado”.
Ese condiscípulo se llamaba Gabriel López Quintas, que llegó
a ser director del Seminario Interno. La celebración eucarística
diaria colmará sus ansias de llenarse de Cristo, sumo y eterno sacerdote,
y de su santo espíritu.
En torno a Cristo Eucaristía rondará su espiritualidad. En
razón del amor a Cristo, frecuentará las visitas al Santísimo
para acompañar al Señor y recibirle en comunión espiritual.
Al «Amo y Señor de la casa» dedicaba todas sus acciones,
desde la mañana a la noche; al salir de casa y al volver a ella le
dará cuenta del tiempo invertido fuera de la comunidad. María
y Eucaristía irán siempre juntas en él y las presentará
a los fieles en privado y en público. Más todavía ante
las Hijas de la Caridad, predicando Ejercicios Espirituales o Novenas, se
esmeraba en hacerles vibrar de amor ante la Virgen Inmaculada y Jesucristo,
alimento y prenda de vida futura.
Despachada esta devoción eucarístico-mariana en el templo de
la Virgen Milagrosa, erigido en Madrid, se dirige en 1926 a la Casa-Misión
de Ávila para cumplir la misión que le encomendaran los superiores
de predicar misiones populares. En tan corto espacio de tiempo dio señales
claras de su valía e inteligencia práctica ante el pueblo.
La autoridad de Santa Teresa de Jesús, cuyas obras conocía
y citaba con frecuencia -al igual que tantos otros misioneros que pasaron
destinados por Ávila-, porque se había familiarizado con ellas
tanto como con las de San Vicente de Paúl, daba un sabor especial
a sus predicaciones sobre la Iglesia necesitada de santidad en sus hijos;
por amor a la Iglesia, la Santa abulense había comenzado la reforma.
Recién fundada la casa de Granada, allá fue destinado en 1927.
Como en Ávila, también en la diócesis granadina se dedica
a predicar misiones preferentemente en pueblos pequeños y necesitados
de instrucción cristiana. Durante su permanencia en la capital, no
encontraba tiempo para dar descanso a su celo: predicaciones de todo orden,
atención a la Asociación de la Medalla Milagrosa y mucho confesionario
llenaban las jornadas del joven misionero. Pronto se dieron cuenta los clérigos
de Granada de la personalidad del P. Amado y recurrían a él
como a un apóstol para manifestarle sus cuitas espirituales y pastorales.
Sin embargo no consta que empleara tiempo en la contemplación de las
bellezas artísticas de la Alhambra y jardines del Genaralife, ni que
visitara las cuevas del Sacromonte y el Albaicín y otros lugares de
excepcional encanto, que atraen a tantos turistas españoles y extranjeros.
Habían pasado dos años escasos cuando los superiores llamaron
de nuevo a la puerta de su disponibilidad para enviarle en 1929 a Gijón,
fundación reciente, cercana al puerto. Poco a poco, pero sin ahorrar
sacrificio, renueva su entrega total a las gentes que reclamaban su presencia
y ayuda; los pobres que circundaban la comunidad y la iglesia de culto descubrieron
al instante la generosidad del P. Amado. Siempre atento a las necesidades
ajenas, estaba dispuesto a servir a quien podía echar una mano, ideal
que renovó al llegar al populoso Gijón, centro industrial,
reclamo de emigrantes. El acierto en sus labores pastorales y en la convivencia
fraternal hizo que le nombraran superior de la comunidad en 1935, cuando
llevaba sólo nueve años de ministerio sacerdotal.
“En momentos de angustia revolucionaria se sentía responsable de la
comunidad”
Al comenzar la revolución marxista en julio de 1936, el P. Amado,
residente en la comunidad de Gijón, se quedó escondido y refugiado
en la misma comunidad. Compartía el refugio con el P. Andrés
Avelino Gutiérrez y el Hno. Paulino Jiménez. Invitados por
conocidos y amigos a cambiar de domicilio, el P. Amado se resistía
ante el temor de comprometer a las familias que les recibieran. Era el mismo
temor que movió a otros misioneros a no permanecer largo tiempo con
la misma familia, sino a buscar otros refugios aunque fueran menos seguros
y más expuestos a ser descubiertos y apresados por sus perseguidores.
En Gijón, como en tantos otros lugares, los sacerdotes y religiosos
eran el blanco de las iras y atrocidades cometidas por los marxistas.
La joven Isabel García fue una de las personas que estuvo más
cerca del P. Amado en los últimos momentos; de él declaró:
“Tengo un alto concepto de las virtudes del P. Amado, quien en los momentos
de angustia revolucionaria se sentía responsable de la comunidad y
de las personas acogidas en la comunidad, tanto que cuando le instábamos
a que abandonase la residencia se negó a ello, afirmando que su deber
era permanecer allí”. Del mismo tenor son otras declaraciones de distintos
testigos, incluidas las Hijas de la Caridad.
Ante las muchas y reiteradas instancias de personas amigas, el P. Amado accedió
por fin a salir de la comunidad y buscarse asilo en el domicilio de Sabina
Lladó, donde permaneció cuatro o cinco días, celebrando
la Eucaristía en su casa, vestido de seglar y con un misalito de fieles.
Pero obediente a la voz de su conciencia, volvió a la comunidad, donde
se ocultó por segunda vez, para no comprometer, por más tiempo,
a una familia tan generosa y compasiva. Habituado a la compañía
de Jesús sacramentado, no faltó nunca en la capilla de comunidad
el Santísimo hasta la fecha de su detención. Al lado de Jesús,
presente sacramentalmente en el sagrario, pasaba largas horas del día
y de la noche, a la espera de la última manifestación de la
voluntad de Dios.
En Cristo encontraba su descanso y su fortaleza. Era Jesús sacramentado
su consuelo, su gozo y su esperanza; con Jesús comentaba la desgraciada
suerte que corría España, pidiendo luz, unión y paz
para todos. No era raro encontrarle postrado ante el Santísimo, preguntándose
como San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?,
¿el hambre, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la
espada?… En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó”.
Como era de obligación según los compromisos pastorales contraídos,
salía muy temprano a celebrar la Eucaristía y a confesar, en
el Colegio de Pola, donde podía escuchar a muchas personas deseosas
de recibir el sacramento de la reconciliación. El 15 de agosto hizo
su última salida al mismo colegio. Él sabía que la persecución
arreciaba y que en cualquier momento podía ser sorprendido por los
enemigos de la Iglesia y ser condenado a muerte, como le constaba que había
sucedido a otros compañeros suyos.
“Matadme a mí, pero no hagáis nada a este pobre viejo”
Después de dos meses, todo sucedió como se temía. El
22 de octubre fueron apresados él y el Hermano Paulino Jiménez.
Interrogados en un tribunal popular, acusaron al padre de «haber dicho
Misa», de «ser cura» y por lo tanto de ser «hombre
faccioso y digno de muerte»; para más burla y desprecio le obligaron
sarcásticamente a recitar el Credo y el Padrenuestro, entre risotadas
y carcajadas desentonadas. A continuación fueron llevados los dos,
padre y hermano, a una «checa» roja, en la que solo el P. Amado
fue sometido a torturas bestiales por tres días consecutivos. Las
amenazas de muerte se repetían varias veces al día.
El 24 de octubre de 1936, la víspera de Cristo Rey, los asesinos entraron
muy de mañana en la checa y, con lista en mano, el lector de turno
leyó el nombre del camarada Amado, quien dio un paso adelante. De
inmediato abrazó al Hno. Paulino, diciéndole: “¡Adiós!
¡Hasta la eternidad!”, a la vez que dirigía una súplica
a los asesinos: “Matadme a mí, pero no hagáis nada a este pobre
viejo, que es solo un criado nuestro”. La súplica fue atendida y el
Hno. Paulino, considerado un seglar más de la calle, sin compromiso
comunitario, disfrutó desde entonces de libertad vigilada hasta que
logró evadirse de la furia homicida.
No había clareado todavía el día 24 de octubre cuando
le hicieron subir en un coche al P. Amado y a otros compañeros. Fueron
conducidos al cementerio municipal de Gijón (cementerio del Suco,
Ceares) y en la pequeña explanada ante las puertas del cementerio
le fusilaron. En el acto del martirio, sacando fuerzas de la debilidad, tuvo
palabras de perdón para sus verdugos y de acción de gracias
a Dios, al poder dar la vida por su amor. Poco antes del asesinato, dirigiéndose
a los verdugos les dijo: “Me matáis porque soy sacerdote. Que Dios
os perdone, como yo os perdono”.
Así lo testificó el conserje del cementerio, que había
oído perfectamente la llegada del coche de la muerte y desde su domicilio
había distinguido con claridad los tiros del fusilamiento. El P. Amado
tenía treinta y tres años cumplidos. Con el P. Amado fueron
asesinados el mismo día y a la misma hora otros dos clérigos
diocesanos. De todos era sabido que fueron tiroteados, hasta verlos muertos,
porque eran sacerdotes católicos.